EL RINCÓN
En casa de Pablo
LES HABÍA preguntado antes a Tihago de Melo y a Jorge Sangueza (el que se murió de distraído que era) qué edad tenía yo cuando la guerra civil española. Le dijeron que ocho bombardeados añitos y me invitó a su casa de Valparaíso. Cuando llegué estaba leyendo a Laforgue. Se levantó con una lentitud exagerada y me tendió una mano lenta. Pablo Neruda era como un gran pescado y tenía algo de capitán de barco y de patricio romano. Todo en él transmitía reposo, menos sus ojos. La casa era una almoneda de lujo. Había grandes mapas, tarros con caracolas, mascarones de proa y hasta un caballo disecado. - Lo miraba yo en un escaparate, de pequeño. Luego el comercio se incendió y lo salvaron para mí mis amigos. Una casa espléndida, de un poeta que fuera al mismo tiempo anticuario, o de un mago de vacaciones. Todo distinto a la casa de uno de esos notarios a los que según él se puede asustar con un lirio cortado. - Mira: el Océano Pacífico. Por la ventana enorme se veían barcos varados en medio de una tormenta ferruginosa, bajo la lluvia más vehemente que me haya sido dado contemplar nunca. Hablaba muy melodiosamente Pablo Neruda, con calma y precisión, quizá para que no se le notase que custodiaba furias y penas. Me dio a probar varios vinos. En su delgada patria, entre el mar y la paloma endurecida de la cordillera, Chile tiene los mejores vinos del mundo. Le dije que me gustaba uno, especialmente, y le gustó que fuera ese el que más me gustara. Nos conversamos un par de botellas y me invitó a cenar. Me sentó al lado de Matilde Urrutia, que era como una estatua de greda y parecía estar sostenida desde sus propios pómulos. - Federico era mi hermano... me lo mataron. Miguel era mi hijo... me lo mataron... Después me hizo la pregunta más difícil de contestar que me han hecho nunca: «¿Qué se puede pensar de un país que mata a sus poetas?». Cenamos arroz con pava y me firmó libros con tinta verde. Fue hace 41 años cuando supe que había estado con Lope o con Quevedo.