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PEDRO CALVO HERNANDO
León

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SUPONGO que a ningún mortal le gustaría estar en estos momentos en la piel de José María Aznar. Después de la presión para que explique en la Comisión del 11-M todo lo que sepa en torno a los atentados y después del gravísimo e inexplicado asunto de la apropiación privada de los documentos secretos del CNI, estalló el inaudito escándalo del contrato multimillonario con un lobby americano para promocionar su figura en USA y para conseguir que se le concediera la medalla de oro del Congreso. Ayer les hablaba yo de mis dificultades de expresión ante la vorágine de mentiras, escándalos e irracionalidades en que se ha metido el partido hasta hace tres meses gobernante. Pues bien, habrá que superar esas dificultades y llamar a las cosas por su nombre. Los prohombres del PP andan como espectros, incluso los que, como Jaime Ignacio del Burgo, Martínez Pujalte o el ex director general de la Policía protagonizan un gasto verbal que quizá termine en el juzgado de guardia. Van a tener razón los que aseguran que la dirigencia de ese partido ha enloquecido, sustancialmente como consecuencia de la pérdida del poder. Las revelaciones de la cadena Ser forman una tempestad que se está llevando por delante la credibilidad y el historial político no sólo del propio Aznar sino de todos los dirigentes que no salgan al paso y se desmarquen de esta carrera de la locura. La historia de la medalla de oro es increíble, cutre, intelectualmente inaceptable. Por supuesto que los que lo hicieron -Aznar, la ex ministra Palacio, el ex secretario de Estado de Miguel, el ex embajador Rupérez, etcétera- estaban metafísicamente seguros de que el 14 de marzo iban a ganar las elecciones e iban a seguir gobernando. En caso contrario, no habrían hecho esa tropelía, pues sabían que la confidencialidad de la operación estaba vinculada a su permanencia en el poder.

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