Diario de León

TRIBUNA

El síndrome de la Moncloa

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FERNANDO DE ARVIZU PARLAMENTARIO REGIONAL Y EX SENADOR DEL PARTIDO POPULAR
León

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ALGUNOS comentaristas políticos lo han definido como síndrome de la Moncloa, pero creo que es una definición reduccionista, pues se conoce al menos desde los romanos. Cuando un general victorioso entraba en triunfo en Roma, un esclavo mantenía sobre su cabeza una corona de laurel, pero le susurraba constantemente al oído: «recuerda que eres mortal», es decir, algo parecido a «no te lo creas, que el éxito no se te suba a la cabeza, que si hoy aciertas, mañana puedes fracasar». Y aunque le han achacado ese síndrome a Suárez, a Felipe González y a Aznar, lo cierto es que puede alcanzar a cualquier político de nivel autonómico, provincial y aún local que detente una responsabilidad de gobierno prolongada en el tiempo. El síntoma más palpable del síndrome es la desconexión del afectado con el mundo exterior. Vive en un mundo irreal, fabricado a su medida, del que no le interesa salir y a través del cual ve y juzga todo y a todos. Y tiene unas manifestaciones concretas que me parece importante describir. Vamos a ello. El paciente se muestra absolutamente aburrido por los problemas domésticos. Ha salido fuera del territorio en el que manda, le han tratado como un dignatario y se ha sentido, de repente, importante. Ha sentido la pasión de jugar al ajedrez de la política exterior a su ámbito, donde se pueden hacer jugadas de alto riesgo, porque los beneficios pueden ser importantes y los fracasos, si es que llegan, no tienen por qué afectar -en principio- a su trayectoria política. Así, cada vez más, gusta de los viajes, cuanto más lejos mejor. Una reunión o la firma de un convenio, sirven de excusa. Luego están las visitas a los dignatarios que le acogen, las declaraciones a los medios, quizá algo de turismo, no mucho porque eso no le divierte. Luego, la vuelta a casa, pero ya pensando en la siguiente oportunidad para tomar el avión. La segunda manifestación es que el afectado por el síndrome se aísla de lo que, hasta entonces, había sido el ámbito normal de su actuación y de sus relaciones. Aparecen los fontaneros, que le filtran lo que debe oír y lo que debe leer, las personas a quienes debe recibir y las declaraciones que tiene que hacer. Sin que se dé cuenta, y quizá con intención contraria, vive rodeado de una camarilla como aquélla de cortesanos que rodeaba a Alfonso XIII, y de la que dice Ricardo de la Cierva que le reían todas las gracias, le disimulaban todos los defectos y le toleraban todos los vicios. Quien quiera llegar hasta él, o se integra en la camarilla, o forma parte de los que están en la pomada o ya puede irse despidiendo de su propósito. Por supuesto, corta la relación normal, hasta entonces incluso fluida, con los dirigentes de su partido que no formen parte de su inmediato entorno. No contesta a las cartas. Ignora las peticiones de audiencia o todo lo más, las desvía hacia segundos o terceros escalones. El no está para atender minucias de la vida diaria, sino para resolver los problemas, cada vez de mayor calado, con los que tiene que enfrentarse. Y por supuesto, no asume ni hereda compromiso alguno. La política hacia fuera y hacia adentro la dicta él y en ella no está sometido más que a su propio criterio, que él juzga, si no infalible, al menos decisorio sin posible apelación. Otro síntoma, no menos grave, es el distanciamiento del partido político que le ha llevado a donde está. Cree que el aquél es un instrumento que debe usarse en la etapa previa a la consolidación de su poder, pero al que luego hay que marcar el terreno, de manera que nadie se atreva a terciar en sus decisiones. Para ello pone al frente de la gestión del partido a alguien de su absoluta confianza, que le descargue de una labor que siempre es la misma y que, de puro monótona, llega a hacerse muy molesta. Y por último, al menos parcialmente, prescinde para el nombramiento de sus inmediatos delegados de las personas que, desde dentro del partido, tienen capacidad y méritos suficientes para desempeñar tal cometido. «Tengo que preservar mi libertad», piensa, y «que nadie del partido crea que tiene derecho a exigirme tal o cuál cartera de gobierno». Al contrario, nombrando personas que ni siquiera pertenecen a él, cree afirmar su liderazgo, al tiempo que se asegura la absoluta obediencia de los nombrados que, si dependieron tan solo de su magnanimidad para acceder al cargo, también dependen de un repentino ataque de hígado para verse en la calle. Siempre los tendrá en posición de firmes, como debe ser. Tales son las manifestaciones más claras y graves de ese síndrome de la Moncloa, «de altura» o como quiera que se le llame. Pero lo más grave de todo es que, como los depresivos, el afectado no quiere admitir que lo padece y rehúsa todo tratamiento. Cree que está obrando correctamente, simplemente porque es él quien impone las normas... Pero la realidad es terrible, y más en la política, que es una actividad muchas veces tremendamente injusta. Y cuando pasan los oros y llegan los bastos, se encuentra perplejo, confundido y resentido desde un alejamiento, de los suyos y de la sociedad, que no alcanza a comprender. El, que tanto hizo, se ve ignorado: ha pasado de la reverencia a la indiferencia. Pues yo empiezo a ver síntomas prematuros del síndrome en el actual presidente del Gobierno, aunque aún es algo pronto para explicar los datos en que me baso para afirmarlo. Pero no hay que apurarse: el síndrome ataca siempre y lo padecen todos los que duran. El tiempo dará y quitará razones. Esperemos.

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