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Publicado por
MANU LEGUINECHE
León

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EN GIBRALTAR languidecía una exigua, maltrecha, abandonada guarnición española. A mediados del siglo anterior, el XVII, los ingleses ya habían puesto los ojos en ella. Un coronel llamado Henry Bruce presentó al entonces príncipe de Gales un plan para tomar la plaza. Había lobos más fieros detrás de la presa, como Oliver Cromwell, el mismo que envió al cadalso al rey Carlos I en 1649 y proclamó la república. El Lord Protector escribía a un almirante: «Acaso sea posible atacar y rendir la plaza y el castillo de Gibraltar, los cuales en nuestro poder y bien defendidos serían a un tiempo una ventaja para nuestro comercio y una molestia para España». La molestia sigue trescientos años después de la toma militar del Peñón por la flota angloholandesa, como cabía esperar al cumplirse la efeméride. El Tireless de regreso, la princesa Ana y el ministro de Defensa (que no envían al ministro de Turismo o Comercio), indican bien a las claras que los 30.000 llanitos de Pedro Caruana, concentrados en seis kilómetros cuadrados, han ganado la partida. Todo cambió después de la manifestación de 2002 contra los planes de Aznar y Blair de compartir soberanía y el subsiguiente referéndum plebiscitario. Londres podía decir misa: el 98,9 por ciento de los gibraltareños se negaron a ser españoles. De esta manera se frenó en seco la idea del retorno de la Roca a España. Durante la guerra de Sucesión, un conflicto civil entre la Corona de Aragón y la Corona de Castilla, España se desmoronó en la lucha de dos dinastías, francesa una, borbónica y austríaca otra, para hacerse con el trono. O Felipe V o el archiduque Carlos. Todavía hay quienes discuten si el almirante George Rooke, un tipo taciturno, de carácter difícil y fama de irresoluto, que conquistó la plaza, lo hizo en nombre de su reina, Ana Estuardo, o del pretendiente austríaco a la corona española. Esa duda está despejada ante los hechos consumados: lo hizo, en teoría, en nombre del archiduque Carlos, pero la victoria fue para Ana Estuardo. Fue una conquista muy fácil. El marqués de San Felipe trazó un cuadro muy negro de la estructura militar de España. «Desde Rosas hasta Cádiz no había alcázar ni castillo, ni montada la artillería. Vacíos de arsenales y astilleros, se había olvidado el arte de fundir armas y de construir barcos». Los partidarios del archiduque Carlos decidieron que el ataque debía empezar en la abandonada Andalucía. El imperio en el que no se ponía el sol se encontraba en situación calamitosa, mutilado y en bancarrota. En agosto, la poderosa flota soltó anclas en la bahía de Gibraltar y desembarcó un contingente de mil ochocientos soldados angloholandeses, entre ellos unos cuatrocientos catalanes desafectos al Borbón. El príncipe Hesse-Darmstadt, buen administrador y buen soldado, iba a la cabeza. Para abrir brecha, el 24 de julio de 1704 penetraron en la Roca dos oscuros oficiales británicos, los capitanes de navío Hicks y Junger. Al negarse don Diego de Salinas a la rendición, la flota angloholandesa abrió fuego el 3 de agosto al amanecer. Era domingo. En muy poco tiempo el almirante Rooke, con el príncipe de Hese al mando, silenció las baterías de los defensores españoles. Los bajeles desembarcaron tropas en el puerto, donde la explosión de un almacén de pólvora en la Torre del Tuerto mató a unos cuarenta asaltantes e hirió a otros sesenta. Ningún otro episodio del ataque causó más bajas. Los gibraltareños, el maestre de campo Medina, allá en el muelle viejo, don Diego de Vila en la puerta de Tierra, el capitán de Caballería Francisco de Fuentes con una veintena de soldados y paisanos en el muelle Nuevo, resistieron más allá de sus posibilidades, pero hubieron de capitular ante fuerzas muy superiores. El príncipe de Hesse contó que el fuego empezó a las cinco de la madrugada del domingo: «De ochocientas a novecientas piezas abrieron fuego al mismo tiempo, algunas hasta cuarenta y más veces». Durante las primeras seis horas, los cañones de la Gran Alianza dispararon unas quince mil andanadas. Nadie respondió a la petición de ayuda de los sitiados. Los soldados codiciosos de botín, de vino y mujeres, transformaron la conquista de Gibraltar, a la que Isabel la Católica llamó en su testamento «la llave de España», llave que figura en la bandera de la Roca, en una obra de arte de la rapiña, la violación, la ebriedad y el salvajismo. Pese a los esfuerzos del príncipe de Hesse, los soldados angloholandeses quemaron casas e iglesias y violaron a las mujeres. ¿Cómo hacer frente a aquella poderosa flota que según J.S. Dood señaló en 1773 incluía un total de 61 buques de guerra con 4104 cañones, servidos por 25.583 artilleros y seis navíos de transporte con 9000 soldados de desembarco? Las tropas acantonadas en el Peñón no pasaban de cien hombres. El Tratado de Utrecht, nueve años más tarde, hizo el resto, una paz impuesta por el rey francés Luis XIV a su nieto, Felipe V, el primero de los Borbones españoles.

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