Diario de León

EN EL FILO

¿Cuánto nos cambia el poder?

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«SI QUIERES conocer a un hombre, dale poder». No recuerdo bien a quién pertenece esta cita, que figura entre los clásicos del género. Pero es, sin duda, una cita que refleja con mucha exactitud una parcela del colectivo humano. En el ejercicio de mi profesión, he tenido la oportunidad de conocer, más o menos de cerca, la evolución de todos los inquilinos de La Moncloa. Todos ellos llegaron asegurando que el poder no los cambiaría. Los cambió a todos; el síndrome de La Moncloa es un fantasma pertinaz que se ubica en los timbres que suenan y hacen que llegue alguien con librea preguntando qué desea el señor presidente. Te cambia. Los romanos advertían al auriga vencedor que acudía a recibir la corona de laurel recuerda que eres mortal. Una frase que los asesores no siempre se atreven a decir al poderoso. Lo importante es contemplar en qué dirección avanza ese cambio inevitable. Cuando Felipe González subió a bordo del yate Azor , que perteneció a Franco y albergó sus pescas trucadas, muchos españoles que creíamos en el casi recién llegado nos llevamos un sobresalto; allí algo empezó a torcerse. Cuando Aznar proclamó que propio del estadista es saber llevar la contraria a su opinión pública, y se metió de hoz y coz en el avispero de Irak contra lo que le decían las encuestas y la voz de la calle, comenzó a labrar su desgracia. Y es que el poderoso llega a creer que todo lo que hace está bien, porque está fundamentado en el peso de las urnas; me han elegido, luego puedo hacer lo que me dé la gana, literalmente, piensa el poderoso. El poder acaba dándote, supongo, una patente de divinidad, o eso es, al menos, lo que el poderoso acaba creyéndose. Y quien ose criticar las salidas de tono o el capricho omnímodo del gobernante es, ya se sabe, un vendido a la oposición, alguien que sin duda busca algún interés particular y mercenario con sus críticas. Digo todo esto porque acabo de sobresaltarme no tanto con el asunto de las fotos de las ministras en la pasarela Moncloa cuanto con las explicaciones que desde las propias ministras y los portavoces paragubernamentales se han lanzado posteriormente. ¿Tan difícil era reconocer la metedura de pata, que privadamente, por otro lado, admiten los socialistas más ortodoxos al zapaterismo? Como cuando el Azor , por otro lado, ya vuelven las difamaciones contra los críticos: ¿Cómo osan reprochar al poderoso que exhiba su poder y su encanto, encarnado esta vez en modelos de los modistos más exclusivos? No, no me preocupa el error de unas ministras que deberían estar haciendo muy otras cosas en lugar de posar como modelos, aunque confieso que de algunas de ellas me ha extrañado actitud tan consumista y tan poco feminista. Lo que de verdad me parece preocupante es que ni una crítica oficial, digna de tal nombre, haya salido de Ferraz, tan vigilante en otras ocasiones (claro que al PP todo lo que se le ha ocurrido es decir que estudiará llevar el caso... al Parlamento). Y preocupante es también que los argumentos con los que algunas ministras trataron de quitar hierro y desviar el asunto empeoran aún más las cosas. ¿No habíamos entrado en la era de la autocrítica, de la humildad? ¿Comprobáis ahora que el poder sí cambia, como una especia de destino maldito, a las personas? Lo más alarmante es, acaso, que en esta ocasión el cambio haya sido tan rápido: ni cinco meses llevan las ministras desempeñando su ministerio y ya están de pluriempleadas, ejerciendo de émulas de Naomí Campbell. A este paso alguien acabará pidiendo, para llenar todas las cuotas, una modelo profesional como miembro del Gobierno, lo que evitará acusaciones de competencia desleal. Y pido perdón por acabar este artículo con tono tan frívolo: no somos los comentaristas quienes hemos frivolizado ni el uso del poder ni la imagen de las instituciones. Han sido otras. Y otros. Que para todos, y todas, debe haber cuotas de responsabilidad cuando se mete la pata.

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