El llanto de Pelusa

QUIEN le ha visto y quien le ve en la actualidad cree que está viendo doble, o casi el triple. Diego Armando Maradona, que era un barril de músculos, ha engordado en la medida que perdía peso específico como persona y además llora. Llora siempre, quizá pensando en deshidratarse. El portentoso futbolista, que aprendió a jugar con pelotas de trapo en los arrabales, entre los yuyos y la alfalfa, se ganó la admiración de todos, pero tenía un único enemigo: él mismo. En Argentina llegó a ser tan famoso como Gardel y tan querido como Evita; en Barcelona todavía al recordarle se les pianta un lagrimón a los viejos aficionados; en Nápoles quisieron bajar de la hornacina a san Genaro y ponerlo a él... El gran triunfador es la imagen de la derrota. Pudo haber sido un permanente ejemplo para la juventud y se ha convertido en un arquetipo para denunciar los efectos de la droga. Di Stéfano, que siempre dice que el fútbol es un juego de conjunto y no puede hablarse de quién fue el mejor, como en los deportes individuales, me confesó un día, hábilmente interrogado en la madrugada: «Maradona, Maradona ha sido el más grande». Se habla siempre de las cuatro coronas: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. El gol es el orgasmo del fútbol y quienes hacen que miles y miles de personas griten el monosílabo siempre son más admirados que quienes procuran que la pelota no entre en su portería. Sólo un guardameta, Yashin, la Araña Negra, fue Balón de Oro. Pero me estoy desviando. No quiero hacer una crónica de fútbol, sino una anticipada elegía. También a mí me han dado ganas de llorar viendo llorar a Maradona en la televisión. La cohorte de aduladores, los millones, «la falta de consejo» que dice el tango, la mala cabeza del hombre con la mejor pierna izquierda del mundo... Todo ha contribuido para hundir al Pelusa. Esnifó cocaína en cantidades comparables a las rayas blancas que delimitan las áreas de todos los campos. Ya no se parece al de los cromos, pero quizá sea cierto que Dieguito ha sido el más grande.