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Publicado por
FERNANDO ONEGA
León

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SOY, PROBABLEMENTE como usted, uno de los millones de ciudadanos del mundo que ayer se pasaron parte de la mañana ante el televisor. Las fuerzas especiales habían asaltado la escuela de Beslan, donde medio millar de personas estaban secuestradas por un grupo terrorista chechenio. Desde el comienzo de la fechoría, no supe quién me producía más dolor: aquellos niños inocentes amenazados de muerte, rodeados de armas, dinamita y metralla, o sus padres, condenados a una espera angustiosa. Me emocioné al ver salir a los primeros críos, medio desnudos, corriendo como gacelas, sedientos de agua y de libertad. Me tapé los ojos ante aquella mujer que levantaba la sábana que cubría un cadáver, por miedo a que fuera el hijo que buscaba. Elogié íntimamente la valentía de Putin, y maldije al mismo tiempo la valentía de Putin, que provocó con su intervención tantos muertos. Es la guerra. La nueva guerra. La guerra que nos sorprende cada día con las fotos de ciudadanos decapitados, de periodistas secuestrados, de niños rehenes convertidos en endeble mercancía para negociar desde el terror. Hay días que la información no contiene más que esas noticias, mientras en la capital del imperio un presidente que quiere más poder se proclama vencedor de un terrorismo que no hace más que crecer. Es tal la avalancha de violencia y llevamos contadas tantas víctimas, que no queda más remedio que pedir a los grandes de la tierra que examinen qué están haciendo tan mal, para que haya surgido tanto odio. Ahora, cuando escribo, se desata la batalla de la opinión. El gran debate: ¿fue, la de Beslan, la mejor forma de acabar con una acción terrorista? Los demás gobiernos dirán que sí y felicitarán a Putin. Los eclécticos condenarán al comando secuestrador por su crueldad inhumana, pero no podrán bendecir un asalto que costó tantas vidas. Los pragmáticos tienen otra medida: si los rescatados con vida son más que los muertos, ha sido una victoria. Y los más condescendientes justificarán al presidente ruso: no tenía otra salida. Eso es lo terrible: ante un chantaje así, nunca hay otra salida. Ni política, ni diplomática, ni nada. Y yo tengo en la retina a aquellos niños, sedientos de agua y de libertad. Y me imagino los cadáveres de los otros. Y me pregunto cuántos otros niños están condenados al mismo destino en otros lugares. Y me resuenan en los oídos aquellas promesas de darnos un mundo más seguro. Y no tengo más remedio que interrogar: ¿dónde está, dirigentes, esa seguridad?

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