AL FINAL se impuso la dictadura de la opinión publicada, o sea, lo que periódicos y analistas habían venido reclamando desde que, por razones veraniegas, la comisión de investigación del 11-M decidió tomarse también un asueto antes de regresar a la mesa de trabajos el primer martes de septiembre. Los medios informativos habían sido enormemente críticos en esa primera fase de trabajos, y lo fueron en mayor grado todavía cuando sospecharon que los parlamentarios comisionados querían cerrar cuanto antes y dar carpetazo definitivo al asunto con la
de una ampliación del consenso de los partidos en materia de lucha contra el terrorismo internacional. El propio Zapatero llegó a decir que los ciudadanos ya habían llegado a saber bastante del asunto. «Lo esencial ya se conoce», proclamó. ¿Está seguro el señor presidente? Pues, a tenor de lo que han explicado los analistas políticos, muchísimo menos de lo razonable, y sobre todo de lo deseable, en un asunto de tantísima trascendencia y de tanto dolor y sangre derramada. Visto el panorama, el presidente de la comisión, el canario Paulino Rivero, no tuvo otro recurso que convocar a los integrantes de la comisión, ya unánimes en prolongar sus trabajos, para hacer los deberes siguientes: a quién se debe invitar a comparecer, y cuánto tiempo más se da de vida la comisión para evitar que se siga diciendo de ella que ha sido perfectamente inoperante e inútil hasta un arreglo de los partidos para distraer sin resolver. Y, desde luego, si de antemano habían llegado a un acuerdo los dos grandes grupos parlamentarios en evitar la presencia de Aznar, eso ya no será posible, con toda probabilidad. Todos quieren ahora, o cuando menos nadie descarta, el gran show de la reaparición en escena de quien, por entonces, era el jefe del Gobierno de la nación y responsable máximo del Gobierno, y de los máximos funcionarios de la seguridad del Estado aún no solicitados, esencialmente el ex secretario de Estado de Seguridad, Ignacio Astarloa. ¿Y los confidentes? ¿Quién teme a los confidentes? Parece que los altos cargos de Interior no las tienen todas consigo sobre lo que pudieran relatar y revelar esos «indeseables chorizos» a los que algunos preferirían no tener que escuchar. Pero es probable que también se atienda a la opinión pública y publicada. ¿Quién teme al lobo feroz de la información exhaustiva, total, completa, verdadera y contrastada sobre el mayor crimen terrorista de la historia de España? ¿Quién podrá oponerse a su revelación en la sede de la representación popular, nada menos? Así dicho, no parece que nadie se atreva a representar tal papel.