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Publicado por
RAFAEL TORRES
León

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SÉ LO QUE sentía Ramón Sampedro por que él mismo me lo contó varias veces. Por carta. En cartas que le ayudaban a escribir, a franquear, a echar en el buzón del correo. Los buenos amigos y algún ángel que se le coló en su vida le ayudaba en todo. En todo salvo en aquello que le mataba y que nadie podía aliviar a convivir todas las horas del día, todos los días, con un cadáver, su cuerpo. Tiene algo de razón los que aseguran que aquel hombre gozaba de cuando podría soñar cualquier hombre: la atención y el cariño de los amigos que no le abandonaban. Pero no tienen toda la razón, pues lo que le faltaba no es que fuera inmensamente superior a lo que tenía, sino que era indispensable para disfrutarlo. El dominio de sí mismo. Se faltaba Ramón Sampedro a sí mismo, y pues conservaba deslumbrante su lucidez. Amaba la vida, la amaba desesperadamente, esto es, sin esperanza, y eso fue lo que indujo a ese hombre valiente a pedir a sus amigos y a la sociedad española en su conjunto que hicieran por él lo que él no podía, lo único, por lo demás, que podían hacer por él: separarle del hombre muerto. Se habla mucho estos días de la eutanasia a cuenta de la película de Amenabar y de la promesa del gobierno a legalizarla en la presente legislatura, pero se trata, en general, de charlas sin ningún fundamento: ninguno sabemos lo que es vivir con un muerto cosido al cerebro. Ramón Sampedro sí lo sabía, y yo sé que lo sabía porque me lo contó en sus cartas varias veces. Y es difícil comprender lo que me decía, y mucho más traducirlo, pero es algo así como estar muerto. Y él, que amaba tanto la vida, no podía vivir tan muerto.

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