EN BLANCO
Atasco nupcial
POR SI EL HECHO de contraer matrimonio no fuera ya una deliciosa locura, a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer coincidir la fecha del enlace con la salida desde nuestra ciudad de la Vuelta, definida por las autoridades leonesas, paganas ellas, como el mayor espectáculo deportivo desde el gol de Zarra. Como excepción a toda regla tenemos a mi sobrina Laura, quien llevada por los apremios de Cupido programó su boda, casi con puntualidad británica, para poco antes de que Melendi comenzara a berrear el himno oficial y el pelotón echara a rodar. Como es de ley, los invitados más íntimos nos reunimos en casa de la bella Laura, a esas alturas perfectamente empingorotada, dispuestos a partir en caravana hacia el ayuntamiento de Villadangos del Páramo, donde el alcalde habría de poner rúbrica civil a la eterna promesa de amor entre la parejita. El problema es que nada más arrancar nos vimos atrapados en un mortífero cepo circulatorio, mientras los agentes encargados de gestionarlo respondían a las frenéticas preguntas de los conductores sobre la ruta a seguir, con la consabida retahíla de «¿y quién sabe?». Así que ahí nos tienen, tirando millas con el corazón desbocado y el asfalto bailando ante nuestros ojos, lo que no evitaría un retraso de una hora en alcanzar el objetivo, mientras los invitados de la parte contraria ya creían estar reviviendo el argumento de Novia a la fuga y el futuro esposo, elegante como un mimbre, estaba a punto de sufrir un berrinche histórico. Menos mal, por el bien de la salud pública y colectiva, que tanto la boda de Laurita como la Vuelta sólo se celebran en León a cada muerte de Papa.