Diario de León
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CARLOS CARNICERO
León

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EL GOBIERNO de José Luis Rodríguez Zapatero va a cumplir su compromiso político y electoral con una nueva reforma educativa, una contrarreforma, sobre la que hizo el Partido Popular en su última legislatura. Una vez más, los padres y los estudiantes se encuentran en puertas de modificaciones sustantivas de los planes de estudios que emprenderán dentro de dos años, plazo que va a durar la tramitación de la ley la puesta en vigor de los medios necesarios para que pueda instaurarse en las aulas. Sin entrar en valoraciones de los aciertos y errores que pueda tener la nueva propuesta, habría que dejar constancia que no es razonable para la estabilidad de un país que pretenda ser cultural y tecnológicamente avanzado estos continuos cambios en la esencia de pilares básicos como la educación. Antes de comenzar la discusión de la ley, y sin quitar un ápice a la legitimidad del gobierno para desarrollar sus proyectos con el apoyo parlamentario necesario, habría que invitar a un gran consenso nacional para que la estructura del sistema educativo adquiriera formas estables para el futuro, independientemente de los vaivenes electorales, de tal forma que a cada cambio de gobierno no sucediera un cambio de proyecto educativo. En el fondo de este problema yacen algunas cuestiones básicas que no están definitivamente resueltas como el papel de la Iglesia Católica en la estructura de la sociedad. La transición de un sistema confesional que padecimos durante el franquismo no ha desembocado en una sociedad laica en la que la Iglesia Católica no goce de la protección exclusiva del Estado y las demás confesiones carezcan de ese mismo reconocimiento, lo que en la práctica nos deriva en un estado en cierto sentido casi confesional. Esa pugna soterrada entre la Iglesia Católica y los sectores políticos que apoyan su presencia en la sociedad a través de la protección del estado, contra el la igualdad de todos los credos tiene que ventilarse en la medida en que avanzamos en un hemisferio de pluralidad religiosa en la que el Estado no debiera tener otro papel que garantizar la libertad de culto y la difusión de todas las religiones sin privilegio para ninguna. En el fondo, quienes pretenden una sociedad con la Iglesia Católica protegida y privilegiada, no hacen sino manifestar su desconfianza en que los católicos puedan organizarse solos, sin ayuda de nadie, con sus propias fuerzas económicas y religiosas, y una falta de confianza en su competencia para esparcir sus credos por la sociedad sin la tutela del estado.

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