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Y UNA VEZ concluido el congreso del Partido Popular, ¿qué? Bueno, ahora llega el momento de los análisis en profundidad, de contar de dónde viene y a dónde va cada nuevo miembro de la Ejecutiva, qué ocurre con cada «despedido» de la era aznarista. En España, generaciones enteras de políticos quedan en situación de prejubilación a los cincuenta años, o antes. Como me decía un veterano militante de AP y, luego, del PP, en los pasillos del XV congreso, «es duro el ejercicio de la política en este país nuestro; quizá por ello a la política no siempre llegan los mejores». Una renovación más -al menos, por cuestión de edad, y con la eterna y algo patética excepción de Manuel Fraga- ha sacudido al PP, como hace cuatro años sacudió profundamente al PSOE. Quienes mandan en este país no llegan, haciendo la media, al medio siglo de edad. Habrá que ver si ello sirve de algo ante las convulsiones que vienen. El tema de la edad es recurrente en los corrillos del congreso del PP. La edad media de los delegados ha bajado sensiblemente, claro, pero aún hay mucho veterano de los que llenan los polideportivos en los mítines. Que Carlos Aragonés, a sus 48 años muy bien llevados, haya quedado aparcado ya en una segunda fila es sintomático, como lo de Trillo, o lo de Juan José Lucas, o tantos otros ejemplos. Claro q ue el aparcamiento no se debe solamente a cuestiones de edad, sino a su pasada cercanía a esa doctrina hoy en vías de quedar arrumbada que se llamó el aznarismo. Pero incluso el olvido del aznarismo parece demasiado brusco o, lo que es lo mismo, poco sincero. El discurso de Galladón poco tuvo que ver con las cosas que decía Aznar hace seis meses. Claro que bien callado se tenía el pícaro alcalde de Madrid todo esto de la renovación y la autocrítica cuando quien mandaba en España era el marido de su subordinada Ana Botella. Fue un texto antológico, de ruptura con lo previo, casi no era un parlamento propio del PP, como vino a poner las cosas en su sitio luego Ángel Acebes, de la ortodoxia aznariana (de Aznar y Ana). Se supone que Rajoy, hombre tranquilo y prudente, caminará por la senda de enmedio, sin comprometerse mucho ni con el pasado turbulento ni con el futuro que, inexorable, pero impredecible, llama a la puerta. Porque las portadas de los periódicos de ayer no llevaban la fotografía de los líderes del PP interviniendo ante el congreso, ni las conversaciones en los mercados y en los taxis giraban en torno a quién quedaría y quién no en la Ejecutiva «popular». No; las imágenes y las conversaciones estaban en la fiesta gay que celebró la legalización de los matrimonios homosexuales. Esto va muy, muy rápido. Y es que no están las cosas, ya se advirtió Rato a Rajoy en el vídeo que le envió desde Washington, como para andar mirando hacia atrás. Nada de eso: ya nos señalan que el referéndum sobre la Constitución europea será en torno al 20 de febrero. Y es que, pasado como un soplo el cónclave del PP -ahora quedan, amargo trago en algún caso, los congresos regionales-, ya todos empiezan a mirar hacia las urnas: posibles elecciones gallegas en medio de la tormenta bravía, referéndum sobre la Constitución europea -que, por cierto, no está en las librerías, ni en parte alguna; ¿cómo vamos a votarla si apenas la conocemos?-, elecciones vascas en mayo o junio... ¿Hablará de todo esto Rajoy? ¿Inaugurará la nueva era del PP con esa autocrítica de un Gallardón que para nada entró en el ataque a los socialistas gobernantes, o centrará su discurso, como Acebes, en la crítica socarrona, que tanto le gusta, al Ejecutivo de ZP? Existe mucha expectación ante la clausura del congreso del PP hoy, porque todos aguardan inquietos el discurso de Aznar -¿nostalgia? ¿mera indiferencia? ¿elegancia? ¿testamento político? ¿volveré?- y, especialmente, el de Rajoy, que es consciente de que, dependiendo de lo que diga, e independientemente de los aplausos que con segurida d recibirá, hoy empieza a jugarse su futuro político.