EN EL FILO
El Partido Popular, a prueba
LA CRISIS del Partido Popular en Madrid trasciende de su propia significación objetiva por varias razones: pone a prueba, desde primerísima hora, el liderazgo de Rajoy; podría tener un efecto contagio sobre otras comunidades en las que el aparato está asimismo fracturado; y abre una ignota caja de Pandora en un partido que durante los quince años de reinado de Aznar ha hecho de la unidad el principal valor, y así se lo ha hecho saber reiteradamente a los ciudadanos. Nuestros partidos políticos han adolecido sistemáticamente de falta de democracia interna. No ha existido un campo flexible y razonable de maniobra entre el cisma y la ruptura, de un lado, y la técnica de «el que se mueva no sale en la foto» que lanzó en memorable ocasión Alfonso Guerra para contener cualquier contestación interna, de otro. Y, sin embargo, el gozoso pluralismo de nuestro régimen encontraría su mejor plasmación si las fuerzas políticas fueran polícromas y se estructuraran en corrientes, siempre conscientes de que forman parte de un tronco común. Sin embargo, es muy difícil de creer que la pugna que acaba de plantearse tenga en realidad el menor contenido ideológico. Ambos políticos, Gallardón y Aguirre, alientan inocultables ambiciones políticas que sobrepasan con mucho sus respectivos ámbitos de poder y rivalizan sobre todo en el territorio prosaico del liderazgo personal. Y una vez agotada la fórmula del hombre bueno como presidente de consenso de la comunidad autónoma -Pío García Escudero, gris y conciliador, cumplió su papel mientras Aznar contenía todos los desbordamientos-, era inevitable el choque de trenes. Un encontronazo que se ha escenificado de la peor manera posible: Aguirre se ha apresurado a calificar de chantaje la propuesta de su adversario de negociar una lista de integración en que ella sería la presidenta en tanto un hombre de Gallardón, Manuel Cobo, ocuparía la secretaría general. La liberal Aguirre quiere todo el poder. Si éste es el método resolutivo que acabe predominando en los conflictos regionales en ciernes que ya se atisban en el Partido Popular, mal cariz cobrarán los congresos de Valencia -donde Zaplana y Camps pugnan también por el liderazgo-, Galicia -donde los rurales y sus redes de clientelismo caciquil combaten a las gentes de Rajoy-, e incluso Castilla-La Mancha (hay cinco candidatos al liderazgo) y Extremadura (dos). La tesis de Acebes -hay que ir en todos los casos a una lista única «por el bien del partido»- es poco decorosa y nada practicable, pero, de cundir el ejemplo madrileño, Rajoy se arriesga a que el partido se le vaya de las manos, una vez rotos los diques que lo mantenían artificialmente cohesionado y silencioso. Se afirma el tópico de que la ciudadanía premia la unidad de las fuerzas políticas y castiga electoralmente las divisiones. Más bien parece que el electorado, siempre cargado de sentido común, condena simplemente las fracturas que repercuten en la gestión del servicio público. Es evidente que la ruptura de los puentes entre Aguirre y Gallardón tendrá consecuencias prácticas muy negativas sobre la necesaria coordinación entre ambas instituciones. Y si se avanza en esa dirección, la querella sí tendrá consecuencias negativas para el PP madrileño. Rajoy no debería, en fin, quedarse al margen de estas crisis, no tanto para abortarlas exhibiendo el principio de autoridad sino para marcar los límites de la rivalidad, que ni puede basarse en la pura y dura ambición de poder ni es razonable que se exprese de forma tan abrupta como lo ha hecho en Madrid. Todo indica que, después de muchos años en los que la férrea dirección de Aznar ha contenido todas las fugas de la caldera popular, ahora se han abierto súbitamente las espitas. Rajoy debe graduar las válvulas para que la descompresión no degenere en estallido. La secuencia de los próximos congresos regionales constituirá en este sentido la primera prueba de la solidez de su propio liderazgo.