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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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EL PERIÓDICO «Le Monde» dedicaba el martes en su portada un llamativo comentario a las «Disputas españolas con ocasión de la fiesta nacional». Irónicamente, hacía referencia a algunos de nuestros demonios familiares, como decía el dictador. Y hacía referencia, naturalmente, al exabrupto de Bono contra los Estados Unidos y a las reacciones airadas contra la infausta decisión de otorgar protagonismo a un anciano excombatiente de la División Azul. Por fortuna para nuestro prestigio, el artículo no mencionaba al carnero -cabra según algunos- engalanado que también desfiló ante la tribuna de autoridades. El marco demasiado barroco en que el ministro Bono quiso insertar el acto castrense llenó el evento de diversas desmesuras que han suscitado polémicas en muy diversos planos. Pero más allá de este planteamiento abigarrado y discutible, que está por cierto en flagrante contradicción con el estilo castrense, el evento transmitió una incómoda e insistente sensación de «déja vu», como si en la moviola se reprodujeran de nuevo escenas y conflictos muy antiguos, anacronismos sorprendentes, regresos al pasado en absoluto pertinentes. El proceso constituyente, columna vertebral de la transición española, ya zanjó definitivamente la fractura de la guerra civil, a falta de algunos flecos que se han ido cerrando a lo largo de estos veinticinco años (es cierto que todavía se está reconstituyendo la memoria histórica, pero también lo es que aquel remoto conflicto de hace setenta años ya no forma parte del imaginario colectivo). Carece, pues, de sentido promover nuevas liturgias tendentes a la «reconciliación», y que en realidad reabren polémicas que estaban perfectamente enterradas. Pero más allá de esta simple anécdota y de las tortuosas explicaciones que todavía ha tenido que dar Maragall para acudir a un acto protocolario de significación estatal, empieza a parecer que es el evento mismo el que debe cuestionarse sin tardanza. La celebración de la fiesta nacional española el 12 de octubre, Día de la Hispanidad (antigua «Fiesta de la Raza» por cierto), y mediante una fastuosa parada militar, contiene demasiados anacronismos para que consiga un mínimo arropamiento social. La exhibición del carnero -o la cabra- legionario compendia a la perfección cuanto un país moderno no puede permitirse, ni siquiera en materia de tradiciones. Con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento, en 1992, ya tuvo lugar un proceso intelectual revisionista de la idea de la comunidad iberoamericana. En gran medida, se arrinconaron las viejas visiones imperiales, alentadas por el régimen anterior, y se pusieron las bases de una idea de fraternidad basada en la familiaridad cultural. El concepto de «comunidad iberoamericana» ha ido germinando, pero es aún una criatura frágil que requiere cuidados intelectuales y grandes dosis de sensibilidad política (basta ver cómo todavía el pasado martes la estatua de Colón en Caracas era derribada por indígenas partidarios de Chávez). En esta línea, parece obvio que celebrar el 12 de octubre con un acto castrense es, sigue siendo, un disparate. Pero aún hay más: la fiesta nacional, que de algún modo implica una reflexión sobre la identidad, tampoco debería escenificarse mediante un alarde bélico. Se dirá, quizá, que eso es lo normal en muchas grandes democracias, pero el argumento no es consistente: aquí, por razones comprensibles, preferimos que cualquier introspección profunda prescinda de cuando pueda recordarnos terribles desentendimientos, zanjados habitualmente a tiros. La modernización de un país no sólo consiste en construir infraestructuras o en reformar las leyes: ha de haber también una evolución de la conciencia colectiva y del sentido de la convivencia, que a menudo se plasma mejor mediante símbolos que a través de normas. Nuestra «fiesta nacional», si es que ha de haber una fiesta nacional, habría de consistir en una apelación plástica a todo aquello que nos une en la España plural; en una exhibición pacífica de los vínculos -culturales, sociológicos- que estructuran el Estado; en una invocación al futuro más que en una reconstrucción del pasado. Y, si se tercia, en una amigable reflexión sobre las potencialidades que ofrece la comunidad iberoamericana, una vez superada la vieja concepción hegemónica y cuasi colonial. El Ejército ha encontrado en este país su lugar adecuado hace mucho tiempo, y no es ni mucho menos saludable que se le traiga a las pequeñas querellas de la política. Celébrese con todo el énfasis necesario el Día de las Fuerzas Armadas, pero omítase de una vez este entronque irresponsable entre fiesta nacional y milicia. Entre otras razones, porque tal fiesta debe destilar, sobre todo, raudales de civilidad.

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