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León

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UNO de los cocineros vascos interrogados por haber presuntamente pagado el impuesto revolucionario a ETA ha pedido «un poco de respeto». Lo tendremos, aunque no compartamos una columna de Carnicero en este mismo periódico en la que mantenía que quienes pagan el impuesto revolucionario son también víctimas de la organización terrorista. Víctimas, lo que se dice víctimas, lo fueron Blanco o Lluch entre muchos otros. Y lo cierto es que todo ese horror no sería posible sin la claudicación de una parte de la sociedad vasca, que ha pasado del cínico «algo habrán hecho» al cobarde «yo no quiero saber nada». Tomás y Valiente, otra víctima de las de verdad, lo expresó con sabiduría: el silencio es cómplice. La gran maquinaria de matar que fue el nazismo no hubiera sido posible sin la condescendencia, vamos a llamarlo así, de una población hipnotizada con el nacionalismo racial. En Francia, el segundo de Le Pen acaba de cuestionar la importancia del Holocausto, en la línea de su líder cuando calificó la matanza sistematizada de judíos como «un detalle de la Historia». Y a esta gentuza hay quienes les votan. No hay inocencia posible en ello, sino complicidad. Las sociedades también enferman, sobre todo de cobardía y de vanidad. Tengo un amigo vasco cuya hija es concejal del PP. «A mí no me callan», dice la chica. Para esta familia, lo que ocurre en su tierra no es «un detalle de la Historia», sino una tragedia con la que deben comprometerse, con la paz y la palabra. Pero sobre todo, con mucho valor, y no poco miedo.

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