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León

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FUI a ver Melinda y Melinda , la última película de Woody Allen. Me atendió un joven acomodador, aunque es muy posible que realmente tuviera un master en Georgetown. Le di 20 céntimos de propina. Me miró con una sonrisa entre galdosiana y quevedesca. Pregunté: «perdón: ¿es poco o es que ya no se lleva la propina?». Contestación: «la verdad es que ya no se lleva». Lo dijo con sorna de tiburón de las finanzas.. «Bueno, pues disculpa, devuélveme los 20 céntimos». Y me espeta con dignidad de príncipe de las linternas: «Ah, ya no». Se los quedó, supongo que de recuerdo, pues dudo que den para fugarse a las Seychelles. Permanecí mudo. Noqueado. Fue una de esas anécdotas domingueras que actúan como revelaciones sobre el sentido de la existencia, aunque, a decir verdad, por más vueltas que le doy la explicación se me escapa. La película vino en mi ayuda. Según Allen, la existencia puede ser captada en clave cómica o trágica, no tanto por los acontecimientos en sí mismos, como por nuestro posicionamiento vital ante ellos. La botella es la misma, pero escogemos verla medio llena o medio vacía. Las dos visiones son verdad. Como concluye un personaje, lo único inexorable es que para todos un día ha de caer el telón, y nadie sabe cuál es su día. Sonriamos pues. Aunque truene. Aunque irrumpa Kin Kong por Ordoño. Aunque nos invadan alienígenas. Aunque cante Georgie Dann. Aunque duela. Sonriamos, hasta en la caída. Y respecto al acomodador y sus 20 céntimos... quién sabe, como dijo Bogart, podríamos estar ante el comienzo de una gran amistad.