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Publicado por
ÓSCAR GARCÍA LASTRA
León

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ATENDIENDO a una de las múltiples clasificaciones de empresa, nos podemos encontrar desde empresas cuyo capital se encuentra repartido en multitud de accionistas, dando lugar a lo que se ha conocido como «capitalismo popular», hasta empresas donde el capital pertenece a sus propios trabajadores; pero sin lugar a dudas el tipo de empresa más difundido en todo el mundo, incluyamos también a León, es la familiar. Lo de familiar no es, como pudiéramos pensar en un principio, porque su tamaño sea menor, ni mucho menos; en cualquier ránking empresarial nos encontramos con auténticos «buques trasnacionales» cuyos patronos son una familia o saga, si la cosa viniera o viniese de antes. Bien es cierto que un grueso importante de esta clase de empresas tienen un tamaño pequeño o medio; pero Independientemente de su dimensión, en la empresa familiar se da un fenómeno que no tiene una atención que si merece, la sucesión. Este hecho consustancial en la vida de una empresa, no olvidemos que uno de los principios que rigen la economía de empresa es el de continuidad en el tiempo, debería producirse de manera natural, propio de una organización madura y responsable. Pero la praxis nos indica que en un elevado porcentaje - elevadísimo -, la sucesión no se lleva a cabo, las fricciones que tienen lugar entre generaciones conducen a la empresa a un proceso irreversible, bien de declive, bien de venta, y en León hemos tenido algún que otro caso de cierta notoriedad. Llegados a este punto sería conveniente retroceder en el devenir de una empresa familiar. Sus primeros pasos son muy similares en todas ellas, persona o personas innovadoras, arriesgadas, con cierta dosis de ambición, deciden iniciar una andadura por vocación o por necesidad. En su, esperemos, largo caminar, no exento por otro lado de dificultades, la empresa empieza a coger músculo y envergadura, sus productos o servicios tienen cada vez más salida y aceptación, es necesaria la contratación de más personal, los pedidos se acumulan, se compran máquinas, aumenta la capacidad productiva, ... Paralelamente a esta etapa de crecimiento, esa persona o personas, al frente de esas empresas, se van haciendo mayores -el tiempo como casi siempre muestra su lado más implacable -. Es entonces cuando llega el momento de la transición; pero la transición ¿a qué? ¿a dónde?. Y es que, si no se han hecho los deberes, es muy posible que la situación a corto y medio plazo se torne crítica. Para encontrar posibles soluciones identifiquemos aquellos errores que más se pueden repetir y cometer. En primer lugar, se tiende a creer que los vástagos son los que deben llevar las bridas del negocio en ese futuro que se antoja lejano. Esa es la primera equivocación, el hecho de nacer en el seno de una familia no supone tener el mismo don o dones que los antepasados, ni mucho menos. No es algo que se herede vía genética, salvo que estudios más recientes nos lo puedan desmentir. Si echáramos un vistazo a determinadas disciplinas veríamos las cosas con otra perspectiva. ¿Se imaginan ustedes que el hijo/a -hablemos conforme a los nuevos modos lingüísticos- de un cirujano/a dueño de su propia clínica, por el simple hecho de tener esta condición tuviera el derecho a entrar en un quirófano y participar en la operación como un sanitario más sin serlo?. El hijo del cirujano, como todo hijo de vecino, no tendrá más remedio que haber superado un periodo formativo y práctico que le capacite para ejercer esa profesión, y punto. Pues esto mismo es perfectamente trasladable, salvando alguna distancia, a cualquier tipo de empresa familiar, sea clínica, tanatorio o supermercado. Un segundo error es la confusión entre propiedad y dirección. La propiedad pertenece a aquellos que aportaron el capital, a los que en su momento se lanzaron a la aventura de arriesgar sus ahorros o endeudarse hasta las cejas. Y la dirección pertenece a los profesionales, ¡por favor a ser posible cualificados!, quienes se encargaran de la gestión de la actividad en sus variadas ramificaciones. Lo habitual es que, en el comienzo, ambos se solapen, hasta aquí correcto; pero si la empresa crece, las decisiones lógicamente se vuelven cada vez más complejas y no olvidemos que en la olla hay más garbanzos. La solución pasa por crear un órgano colegiado o comité, formado por propietarios y directivos que adopte soluciones compartidas y donde estén perfectamente definidas las funciones de los dos grupos, de esta forma diluiremos el riesgo. Esto no implica que la propiedad pierda ni un ápice de su «poder», muy al contrario verá como su negocio sigue generando recursos, valor y rentabilidad; también para generaciones venideras. Porque es cuando menos preocupante, por no decir triste, que personas que han puesto todo su empeño y esfuerzo en levantar un negocio, no sean capaces de establecer un soporte, mecanismo o protocolo que de una continuidad a su proyecto empresarial, que en algunas ocasiones se ha convertido también en su proyecto de vida.