Diario de León
Publicado por
RAFAEL TORRES
León

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DIRÍASE leyendo los obituarios periodísticos de Yaser Arafat, que el Primer Mundo le exigió siempre, pero sólo a él, una inequívoca naturaleza angélica. De ahí que, a su muerte, raro sea el analista que no insista en lo de los claroscuros de su acción política, aludiendo a su determinación de defender en su día con las armas el derecho a existir del pueblo palestino. Para que lo claro hubiera vencido absolutamente a los oscuro y hoy sus exequias fueran visitadas por innumerables Jefes de Estado, Arafat debería haber sido Gandhi y sus paisanos palestinos una especie de mansos hindúes ávidos de ofrecer ante toda agresión la otra mejilla. Yaser Arafat, en efecto, no fue Gandhi, no pudo serlo, pero acudió a la ONU portando simbólicamente un fusil en una mano y un olivo en la otra, con la oferta sincera, buena para todas las partes, de enterrar el arma, a cambio de un poco de justicia para su pueblo. Claroscuros, si, como en la vida misma, pero más claros que, sin ir más lejos, Ariel Sharon, procesado en su día por las matanzas de Sabra y Shatila del Líbano, y hoy el más serio obstáculo para el entendimiento y paz para esa zona herida que supura sin remedio. En occidente recordaremos los claroscuros de Arafat, pero entre su pueblo, que llora, recuerda los sustancial de su figura: él representaba la esperanza de recuperar la tierra, el propio destino, la dignidad nacional, algún día. Se lo oí, entre lágrimas a una mujer en Sidón: «¿Dónde está ahora la esperanza?», la esperanza del pueblo palestino, que es la esperanza de la paz, sigue secuestrada por aquellos que saben que no se puede sobrevivir sin ella.

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