Diario de León

TRIBUNA

La sombra hipócrita del águila

Publicado por
JOAQUÍN ALEGRE
León

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CREO QUE fue Fouché quien rechazó los argumentos de Napoleón para invadir España con esta finura: nadie puede confiar en misioneros armados. Son convenientes éste y otros pertrechos parecidos para transitar por un tiempo que se han empeñado en enloquecer. Muy probablemente serán estudiados como aquellos años oscuros cuando los líderes perdieron toda razón al optar por la «razón» de la fuerza. Tal pareciera que nos regresan a la filosofía política de la Edad Media, con sus dioses bendiciendo los ejércitos: ¡Alá es grande! versus God bless America! Convocar una cruzada -Azores boys- no es desde luego el mejor modo de estrenar el siglo. «Sin complejos» fue la sentencia predilecta de un político -aunque su conducta le retrata en lo contrario- empeñado en sacar al Matamoros de la hornacina de la Historia, por mor de bailarle el agua al emperador de turno. Vino a ocurrir, sin embargo, el doloroso derrumbamiento del attrezzo para dejarle a la intemperie de su escasa talla intelectual. Anda ahora mendicante de un gesto que lo restituya -¿ladrará también su rencor por las esquinas?-, pues la perseverancia en defender los errores propios es típica de quienes se saben elegidos, de aquellos que miran desde lo alto y ven mucho más lejos y más claro. Tiene su corte de acólitos mediáticos, claro es, afanados en proyectarle sobre los siglos de oro: un estadista incomprendido. Y así vienen escapándosenos algunas verdades del barquero: que para los estadounidenses el mundo se divide entre enemigos y clientes, a elegir; que el principal interés de la administración USA es defender su beneficio -es decir, el de sus ciudadanos más preeminentes- por encima de cualquier consideración ética, jurídica o política; que su provecho se sobrepone a los del resto del mundo; que el derecho internacional no les alcanza ni fuera de su jurisdicción; que no es necesario el respeto a las libertades individuales de los no americanos; etc. Por si algún alma cándida albergara dudas, Henry Kissinger ha llegado a decir: «lo que los críticos extranjeros denominan la cruzada imperialista de EE. UU. a menudo es una respuesta a los juegos internos de presión». Se podría recordar el extenso repertorio de comportamientos nefandos exhibidos por ese modelo de país con tan profundos principios religiosos, mas baste recordar que Estados Unidos es la única democracia condenada por terrorismo internacional. Lo fue por sostener a la «contra» nicaragüense (con los beneficios obtenidos por la venta de armas al Irán de Jomeini, recuérdese), pero podría haberlo sido por su cobertura táctica y/o armamentísticas a los escuadrones de la muerte en Honduras, a los paramilitares de El Salvador, a los muyahidines afganos, al ejército serbio de Milosevic y al malísimo de Sadam (el que, mientras gaseaba kurdos, agasajaba como solícito anfintrión al señor Donald Rumsfeld). Aquí, en casa, durante el patético golpe de estado de 1981, la administración de Ronald Reagan se posicionó claramente «por la estabilidad», dejando el apoyo a la incipiente democracia en un cauto segundo plano. Los conversos dicen que EE. UU. es, sencillamente, un país práctico que aprovecha sus potencialidades para alcanzar unos fines tan legítimos como envidiados. Desde luego, al poderoso no han de faltarle parejas de baile y lo sorprendente -y tan valeroso como inconsciente- es que alguien le rechace el tango. Atribuida a Franklin Delano Roosevelt, cabría en boca de cualquiera de sus presidentes: «sí, es un hijo de puta; pero es nuestro hijo de puta». Nunca fueron escrupulosos con sus compañeros de viaje. Nixon -visceral anticomunista- reconoció en 1971 a la República Popular China e inmediatamente comenzó a tender puentes comerciales. Hoy exhibe su perfil de nación admirable -dinámica, competitiva- al gobierno de políticos eficaces, laboriosos y muy inteligentes (asuntos como Tiananmen han quedado como un exceso de rigor). En el polo opuesto de toda virtud colocan la Cuba revolucionaria. Dando por sabido que la violación de los derechos humanos en estos dos países es directamente proporcional al tamaño de sus poblaciones; ¿por qué se miden con tan distintas varas? La respuesta es sencillísima: una estructura económica virgen, abierta de par en par a la penetración de las grandes multinacionales, una administración de flexibilidad modélica, unas tarifas de chantaje muy razonables y, sobre todo, unas desorbitantes cifras de mercado. Si los niños cubanos fueran en zapatillas a las fábricas de Nike -por poner un ejemplo- en vez de ir descalzos a la escuela, a Fidel Castro también le dejarían poner sus zapatos sobre la mesa. Hacia dónde miran esos intelectualoides tan filoamericanos -desde el escribidor de la tía Julia a la exótica loba de mar- cuando claman, eso sí, desde sus cómodos apartamentos de Londres, París o Madrid, por un endurecimiento del bloqueo (esa infame medida cuya injusticia asimétrica -daña más a los que menos tienen- ha sido denunciada hasta el hartazgo por todo tipo de oenegés). Si pienso bien, no lo sé; si malicio, lo supongo. Son los mismos que no han ahorrado un solo elogio al ex-presidente que nos puso bajo esta infausta sombra, son los sonrojados con la indiferencia socialista por las barras y estrellas, y son los comprensivos con los desplantes conservadores ante Francia -el vecino que detiene a nuestros terroristas- o Alemania -el país que surte nuestro P.I.B.-. Y es que a estas alturas de la película, se puede ser de izquierdas, de derechas, de centro o de costado; pero hay que ser muy crédulo o muy cínico para tragar semejantes ruedas de molino. Ahora que Kerry ha perdido estrepitosamente las elecciones, un españolito debería decir en la Georgetown eso de que «Bin Laden también ha votado», o sea, ni más ni menos de lo dicho aquí; pero allá sale otro sol mucho más cálido. Para mí que la Historia está a punto de darnos una dolorosa lección.

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