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Publicado por
AGUSTÍN JIMÉNEZ
León

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UNA REVISTA sospechosamente prosajona decidió la semana pasada que el país donde mejor se vive es Irlanda. Esa tierra de clima apasionante esos arcos iris por Connemara, donde John Wayne achuchaba a Maureen O'Hara en el esplendor de la hierba y el río alimenta a moradores corteses y generosos. Los alimenta mal, la comida es insufrible, pero con largueza: es la economía más crecida de todas las europeas. En el ranking alardeado por la revista, la querida España es, por los pelos, uno de los diez sitios más vivideros del planeta, entre Dinamarca y Singapur. Pero da igual el puesto exacto. Si lo meneamos, deberíamos ponernos a entender por qué el segundo lugar de los top ten lo ocupa un hábitat tan imaginativo como Suiza, con sus bancos espirituales, su reloj de cuco, tremendo capítulo de la historia del arte, y su sugerente red de cobradores, que nos saludan al penetrar en sus autopistas con gracia pareja a la de los recaudadores que aligeraban la bolsa a los viandantes en los puentes privados de la era feudal. Naturalmente la prensa irlandesa se ha ocupado de divulgar el dato. Aquí se han reservado más, tal vez por el mezquino predicamento que cobra el reportaje cuando no confirma lo que es notorio para todos españoles: que como en España ni hablar. Si algo que a un español patriota ni se puede imaginar, es que exista un sitio mejor para pasar la vida. Cuando The Economist aventó sus hallazgos, todavía los adorables indígenas del Bernabéu no habían llamado monos de mierda a un grupo de negros patilargos ni la niña María Isabel había arrollado en el Eurovisión infantil pues parece que el otro es de mayores ni las huestes de Zaplana habían trabado su apasionado abrazo con las de Camps, pero el país ya había asentado su reputación con suficiencia. Habíamos dado al mundo el dulzor pecaminosillo del chupachup, Hola, había retratado estupendamente diversas prendas de alta costura, la colmena Zara había promocionado mundialmente la baja costura y Telefónica, aunque sea a través de Endemol, una empresa protestante, había vuelto a encumbrar mundialmente la filosofía existencialista con El Gran Hermano. Pero es un dato que progresamos a toda pastilla. Los habitantes de otras latitudes detienen el motor al menos en los pasos de peatones y eso los retrasa mucho. También pierden el tiempo explicándose. Los españoles no necesitan explicarse. Tienen el hablar franco y no ponen distancia entre sus vísceras íntimas y su cerebro. Sus políticos, que evidentemente son los ejemplares mejor dotados, ni siquiera se molestan en esconder el cerebro dentro de la cabeza. Lo llevan fuera, todo transpa rente.