TRIBUNA
Isabel la Católica, inventora del concepto de España
HACE frío y las nubes tormentosas que cruzan el cielo de Medina del Campo, el día 26 de noviembre de 1504 presagian los diluvios que más tarde caerían, allí y en todas partes. En lo meteorológico y en lo humano; y hasta en lo histórico. Para bien y para mal, porque moría la inventora de la realidad de la España unida. Y para bien, porque su legado político e integrador, era de tal magnitud que por muchos siglos se hablaría en el mundo del genio, la visión realista y la generosidad de Isabel y Fernando. La lluvia entristece. El obispo Fonseca reza en un modesto reclinatorio de la alcoba de los reyes. Fernando mide con pasos nerviosos el tamaño de la habitación. Se le va a marchar a él, personalmente, el ser que agoniza en medio de intensos dolores. Es su mujer, su Isabel. La rubia princesa de los dulces y grandes sueños. El rey, rememora los días de rosa de su boda en Valladolid. Y los muy ensombrecidos de antes de las capitulaciones matrimoniales. Decididamente Dios andaba por el medio: él, príncipe y rey de Sicilia pretendía, en exclusiva, el Trono de Castilla. Pero Isabel, rubia y delicada, humilde e indómita a la vez, le puso las peras a cuarto: Castilla y León sería de ella y de él. Aragón sería de él y de ella. Y ahí están los acuerdos de Guisando y la batalla de Toro; y los disgustos con lo de la Beltraneja. Enrique IV, su hermano, no había jugado demasiado limpio. Todavía después de la Concordia de Segovia, paseando por las calles de la ciudad del Acueducto, entre aclamaciones del pueblo, tuvo la desfachatez de desdecirse en su testamento para favorecer a la Beltraneja. Pero el amor, el golpe de genialidad de su esposa, la fe de los dos en la Providencia y la compenetración entre ambos -pensaba Fernando- habían hecho el milagro. Porque de consumo, acopiando medios de no se sabe dónde, se sometió a la nobleza altanera y el poder de los señores de horca y cuchillo. Allí no había más que mesnadas «particulares» y señoriales; partidas de rústicos y bandoleros, dominando las campiñas. Y desorden, pobreza y ausencia de autoridad, por todo el país... Y se pudo con todo, o con la mayor parte. Porque la expulsión de los judíos, dueños omnímodos y usuarios del dinero privado, y de gran parte del público, hipotecado, no los había dejado muy satisfechos. Tal vez la leyenda negra aludiese a la Inquisición... No; la Inquisición había sido importada de Francia, y de otras partes de Europa en las cuales, y desde hacía mas de un siglo, este tribunal había estado juzgando con indistinta suerte. -En realidad, según tesis sostenidas en la era contemporánea, Isabel no «expulsó» a nadie sino que se vio obligada a suspender un permiso de residencia que tenían los judíos «como extranjeros tolerados», hasta la época de Alfonso X el Sabio-. Un quejido más acentuado de la augusta enferma y un torcer la cabeza, ante lo inevitable del físico que la atendía, mostraron al rey Fernando el rostro de la muerte en una esposa entrañable, una madre ejemplar, una reina popular (el pueblo la quería, nos dice el historiador y profesor Fernando Álvarez, porque con (Isabel la justiciera» las gentes sencillas se sentían protegidas) y amantísima hija de Dios; tan alta vida esperaba, que murió iniciado el camino para desvirtuarla... Simbólicamente, unas docenas de personas apelotonadas ante la puerta de la Casona Real -que no del castillo de La Mota- en la Plaza Mayor medinense muchas arrodilladas, lloraban con la lluvia y el ambiente entristecido, la desaparición de «su» Reina. Ellos: menestrales, frailes menores, artesanos, labriegos de maravedí la jornada, mozas de cántaro y rodete, muleros, somatenes, veedores y rezadoras, representaban el dolor de España toda. Había concluido la existencia de una mujer enamorada de un país unidos; de un marido cariñoso y buen intérprete de sus vastos planes: la unidad, el descubrimiento de nuevos mundos, la vertebración de éstos con dignidad, así como el mejor bienestar posible para los pobladores de aquel nuevo reino; aquende y allende de los mares. Ahora existe - es lamentable tener que reconocerlo- desde hace décadas, prácticamente todo el siglo XX, una irrefrenable inclinación a proponer fórmulas de complacencia y hasta de privilegios, para con los nacionalismos. Conversaciones, comités conjuntos, estatutos a la carta..., para no enfadar a quienes quieren romper aquella unidad, tan costosamente ganada por los Reyes Católicos. Llamativo es lo que se les facilita el camino a los partidos de la autodeterminación; y poco, poquísimo, lo que se aporta a la tarea de vigorizar la savia de la cohesión y el nervio de nuestro ser español. Fortaleza y aliento de un alma nacional, a la que con autoridad y certeza se han referido plumas como las de Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz, Ortega, o Marañón. Lejos de mí la funesta manía de considerar arbitraria toda acción de gobierno que propenda a beneficiar en lo social, económico o cultural, a alguna parte de este Estado y Nación... siempre que ello no repercuta negativamente en el resto del país. Como un nublado de presumibles efectos devastadores, como un premonitorio aviso a navegantes sobre la posibilidad tempestuosa que puede, dios no lo quiera, poner a nuestro barco español boca arriba. Con tensión; con gravísima preocupación, asistimos millones y millones de ciudadanos la llegada de los debates sobre modificaciones de estatutos autonómicos; respeto de las pretensiones de Carod-Rovira, Maragall, Ibarreche, etcétera..., precisamente a cinco siglos, exactamente, de la desaparición de la providencial inventora de la unidad de España. ¿Podría darse el caso de que volviésemos a la ausencia de entidad de un Reino llamado España; regresando a las cavernas de la indefinición nacional, de la despersonalización, de la noche triste de los taifas; de la fractura de España? Entre el jueves santo, 22 de abril de 1451, de su nacimiento en la casa-convento de Madrigal de las Altas Torres, y el 26 de noviembre de 1504, del fallecimiento de Isabel I, en Medina del Campo, habían transcurrido 53 años. No sólo de ella, sino, y sobre todo, para el devenir de aconteceres trascendentales en la vida de la nación. Este, el de alumbrar un Estado, un concepto de unidad, llamado España, era su invento genial. Un hermoso sueño, hecho realidad, que nadie, ni nada, tiene derecho a desvirtuar.