DESDE LA CORTE
Para el desconcierto social
SI LO DICE el Tribunal Supremo, no queda más remedio que aceptarlo. Pero es muy duro. Es una de las contadas ocasiones en que la aplicación de la ley repele a la conciencia. Porque lo que ayer hizo el Supremo -creando, como siempre, jurisprudencia- ha sido dar vía libre a que un parlamentario pueda decir lo que quiera sobre otras personas, instituciones o fenómenos sociales. Puede injuriarlas, calumniarlas o someterlas a vejaciones. Y puede defender y enaltecer cualquier hecho delictivo: el atraco o la violencia contra la mujer; el estupro o el racismo; la violencia política o el terrorismo más cruel. Eso se desprende de la sentencia que anula una condena del Tribunal Superior de Eusakdi al diputado de Sozialista Abertzaleak Jon Salaberría, que había defendido en un Pleno la lucha de ETA como «la defensa de los derechos legítimos del pueblo vasco». Ese Tribunal lo condenó porque entendió que Salaberría había usado la inviolabilidad parlamentaria para cometer un delito de expresión. A nadie se nos ocurrió discutirlo. Era de una lógica aplastante. Sin embargo, el Supremo viene a decir que dentro de la Cámara no hay delito. La ley no existe para lo que un parlamentario diga en una sesión. Queda proclamada, por tanto, la barra libre para la palabra. Para toda palabra. Desde el punto de visto de la separación de poderes, la sentencia es magnífica. Incluso hermosa. Desde luego, valiente. Señala un día histórico para el Poder Legislativo, porque le reconoce tal autonomía y soberanía, que sus miembros gozan de un privilegio sensacional. Todos tenemos nuestra libertad limitada por algo o por alguien. En cambio, la libertad de expresión de un parlamentario no conoce límites. Ni personales ni legales. Las únicas limitaciones son internas: las impuestas por el Reglamento o la presidencia en el momento de hacer uso de tal ventaja. Pero es dudoso que la sociedad suscriba estos elogios. Primero, porque el Supremo suscita al menos dos preguntas y una reflexión. Las preguntas son: tan generosa interpretación de la inviolabilidad, ¿supone que, como sostiene Atutxa, el grupo parlamentario de S.A. no puede ser disuelto? ¿Puede ocurrir que un partido sea ilegal en la calle, pero disfrute de todos sus derechos en un Parlamento? La reflexión es: un país que ha sufrido tanto el terrorismo de ETA, no asistirá nunca impasible a la anulación de una condena a alguien que ensalzó a esa banda armada, sea quien sea y donde sea. Ni libertad de expresión, ni inviolabilidad, ni gaitas: aquí sólo hubo un señor que aplaudió sus crímenes. Y así, por las contradicciones del Estado de Derecho y el sentimiento popular, una sentencia políticamente grandiosa viene a crear desconcierto social.