La utilidad de los pobres

TRADICIONALMENTE, los menesterosos han venido cumpliendo una importantísima función social: hacernos creer que al socorrerlos mostramos uno de los aspectos menos visibles de nuestro buen corazón. La verdad es que los de antes estaban mejor educados. Eran todos como los mendigos de las novelas de Gabriel Miró, ceremoniosos y corteses. Solían decir eso de que «Dios se lo pague» y desearnos, a la vez que una larga estancia en el mundo, una salud irreprochable. Ahora abundan los que nos tutean, al mismo tiempo que nos hacen saber el destino de la presunta dádiva: «Dame para un bocata». Todos hemos podido observar cómo se van perdiendo los buenos modales en la vida española, pero eso no es lo más grave: lo peor es que no hay modo de recobrarlos. He pensado muchas veces que ser pobre, eso que llamamos pobre de pedir, es mucho más difícil que ser rico, aunque en este gremio abundan también los de pedir. Pedir más, siempre. Es arduo conseguir tenerlo todo o casi todo, pero mucho más dificultoso es no tener nada: ni un techo, aunque sea de uralita; ni una silla, aunque tenga culo de mal asiento; ni una televisión, aunque sea de segunda vista. Para lograrlo hay que pertenecer a uno de esos países donde la cubertería está considerada como un signo externo de riqueza. Y aquí es donde quería venir a parar: a los pobres se les ha descubierto una nueva utilidad. Estados Unidos prueba en África un nuevo fármaco antisida sin desvelar sus riesgos. Se asegura que los responsables sanitarios ocultaron un informe para no divulgar los posibles peligros del medicamento. En una biografía de Pasteur leí que el admirable científico probó en él su célebre vacuna. No sabía lo que iba a pasar y se tumbó en un sofá para comprobarlo. Aunque no he probado la leche desde el primer año de mi existencia y me trae sin cuidado que esté pasteurizada o no, a mí qué leche me importa, hay que reconocer que experimentar el invento en uno mismo tiene mayor grandeza que hacerlo con los negros de Uganda.