TRIBUNA
Por ejemplo, Pancerbo
COINCIDIMOS en el rellano de la amplia escalera del hotel. Yo había acudido a la despedida laboral de un viejo amigo, que resultó una reunión sencilla, con pocos asistentes, un trámite espartano de verdad, limitado a la entrega de un memorial. El homenajeado concluía un largo periplo de profesional honesto y capaz, pero poco dado a cultivar relaciones públicas. Otilio Pancerbo andaba por allí con distinta motivación. Advertí enseguida que su cabello era un poco más canoso y también que nuestro encuentro no despertaba su atención. Las circunstancias no eran las mismas que cuando aspiraba por primera vez a la presidencia del Cabildo de la Gestión Global y necesitaba mi eventual voto como ocasional representante de un sector vecinal. Entonces corría hacia mí, medio enloquecido, para mostrarme su cálida disposición, su respeto e incluso admiración. Me llamaba con cualquier pretexto, espiaba el momento de mi cumpleaños o el de mis deudos. Ahora ni siquiera me veía y probablemente ni oyó ni saludo convencional. A través de mi persona y turnando la mirada a ambos lados de la cabeza, escrutaba lo que ocurría en el salón inmediato, en el que departían animadamente cinco o seis caballeros. Hube de girarme para comprobar que era lo que traía a Pancerbo tan entretenido. Enseguida caí en la cuenta, al reconocer a uno de los integrantes del grupo, comisario del Desarrollo General. Claro, eran miembros del comité que tenía en sus manos la inmediata designación del jefe del Cabildo. Pancerbo se esforzaba por adivinar la índole de la conversación de aquel corrillo, trataba de calibrar la actitud, los gestos de cada uno de aquellos hombres. En un instante, sin despedirse, se precipitó, con una amplia sonrisa hacia los integrantes del coloquio trascendente. Le vi abordarlos con los brazos extendidos y sonoras exclamaciones de infinito cariño. A todo esto, David Ponga, un antiguo compañero que aguardaba la conclusión de mi encuentro con aquel inquieto interlocutor, pudo acercarse y nos saludamos con el afecto de siempre. Comentó: «Ya veo que el personaje no fue capaz de percibir tu presencia. No lo estimó, en ese momento, útil para el buen desarrollo de sus intereses. Tiene que economizar los gestos» Pancerbo está en todo, no descuida un solo detalle del que pueda obtener beneficio. Por ejemplo, él integra, con otros treinta síndicos el comité ejecutivo de Gestión Ecológica Selectiva. Al igual que los otros también veteranos miembros, realizó trabajos -remunerados- para institución durante un largo periodo. Pues bien, aprovechando que la rotativa presidencia del organismo recayó aquel año en un sobrino suyo, organizó un auto-homenaje de enormes dimensiones. Un modelo de marketing, con amplio reflejo en los medios de comunicación. Los otros colegas que habían trabajado igualmente y con idéntica entrega durante el mismo lapso temporal, conocieron con estupor la expropiación operada. Pues, en definitiva, el ratón Pancerbo se había apoderado, en la despensa, no sólo de su trocito de queso, sino también de todos los que correspondían a los demás compañeros. Pero esto no es nada -continuó explicando Ponga- si se compara con su despliegue en el asunto de los Cantiles. Había adquirido una gran finca en terreno ganado a las marismas y consiguió que los demás propietarios de la zona le confiaran la gestión del tratamiento urbanístico del paraje. Lo hizo con la eficiencia habitual, consiguiendo que se aprobara la ordenación pretendida. Ocurrió, sin embargo, que resultaba inevitable la cesión de terrenos para viales, zonas verdes, servicios públicos etcétera. En realidad el territorio aquel venía a quedar afectado por ese tipo de reservas de interés general, en no menos de un 50% de superficie. Pues bien, la gran parcela de Pancerbo no fue perjudicada por estas servidumbres en un solo centímetro cuadrado. Una especie de milagro, que no fue interpretado como tal por los demás vecinos del sector que, soliviantados, organizaron un motín estruendoso, apedrearon la valla de cierre de la finca excluida de las cargas e incendiaron el Mercedes de su dueño. «Obra de comunistas resentidos o de anarquistas sin freno», comentó escuetamente Pancerbo al ser entrevistado por el reportero local. Eran todavía tiempos de la dictadura franquista y nuestro hombre, presente en tantos foros, fue convocado para una arriesgada asamblea de Autónomos por la Apertura muy Respetuosa con el Sistema Imperante. Ocupó el escaño situado detrás del mío -siguió Ponga-. Recuerdo que olfateó enseguida que la mayoría del Congreso aquel -muy vigilado por la policía- era partidario de que no se moviera una hoja en la situación establecida. Por ellos, cada vez que algún interviniente discurría, con prudencia pero en forma perfectamente entendible, acerca de la compatibilidad de la novedad propuesta (por ejemplo, la supresión de la censura previa o la legalización del divorcio) con el Estado de Derecho imperante, Pancerbo gritaba enardecido para que no se pudiera oír el discurso, amenazaba con el puño dirigido al orador y, sobre todo, daba patadas en el respaldo de madera de mi asiento, lo que me incordió de tal manera que tuve que amenazarle con unas hostias. Ponga terminó su repaso a la biografía del individuo en cuestión con un último comentario: «No hay que decir que, instauradas las libertades en el país, Pancerbo escaló rápidamente posiciones de privilegio. Como sabes es hoy una de las referencias obligadas, un consumado demócrata de toda la vida. Ahí lo tienes: un líder, un progresista de una pieza, un ejemplo para la juventud, un cónsul trasunto de modernidad». En vista de todo ello, me despedí de mi amigo y me acerqué a una tasca situada en un callejón inmediato, me tomé un vaso de vino con un pincho de tortilla recién hecha, compré los periódicos del día (una fotografía de Pancerbo en primera página de uno de ellos), y me fui para casa.