TRIBUNA
La credencial religiosa en el mundo actual
AL CONTEMPLAR la situación actual del mundo contemporáneo parece que lo religioso nos espanta, especialmente en el campo de la ética y de lo moral. Es una opinión injustamente difundida más que un pensamiento generalizado, puesto que son muchas las personas que viven en soledad la cuestión devota. Algunos medios de comunicación han tomado por costumbre ridiculizar el hecho religioso y sembrar contrariedad para confundir. La atmósfera se agrava todavía más, cuando los teólogos con posturas enfrentadas, en vez de hablar claro y profundo, lo hacen a medias tintas, halagando oídos y aliándose a doctrinas de fácil popularidad. Así, desde luego, resulta más complicado enderezar caminos y aderezar horizontes. Cuando todo se tergiversa hacia unas independencias camufladas, lejos del servicio al bien y a la justicia, se camina a la deriva, con un montón de esclavitudes a cuestas. Ahí está la añorada guinda de la libertad. A todos nos gusta poseerla. La hemos santificado. Sin embargo, es tan vociferada como enviciada. Hoy está de moda considerarla como una rentabilidad personal, aquello que me procura un beneficio o un goce personal. Realmente, son más bien pocos los que hablan de la verdadera libertad, aquella ordenada hacia el Creador, fruto del crecimiento humano y de una bondadosa semilla en desarrollo, dádiva a compartir todos con todos los seres humanos, voluntad que rige el orden moral del universo. Ya lo dijo Willian Hazlitt: «el amor a la libertad es amor al prójimo; el amor al poder es amor a sí mismo». El lector dirá con qué amor andamos. La ceguera de los nuevos tiempos concibe al hombre como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de las cosas, en su mayoría ocultando toda credencial religiosa, tanto en su forma de ser como en sus actuaciones. Claro, así, con esta forma de pensar, ciertamente, no se necesita una Constitución europea que haga mención a los valores del Evangelio, la confirmación más plena de todos los derechos del hombre, y mucho menos a nuestras raíces cristianas centradas en el hombre, un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor sobre todo lo demás. Se nos dice que la Constitución europea, próximamente sometida a referéndum, es una etapa importante de la construcción europeísta. Que ha sido redactada con el fin de responder a los desafíos que plantea la Europa del mañana: una Europa de veinticinco Estados miembros y cuatrocientos cincuenta millones de habitantes; una Europa democrática, transparente, eficaz y al servicio de los europeos. Creo que a todos nos satisface la idea, aunque también a muchos nos invade la duda. Ya me dirán cómo pueden cambiarse estructuras que acrecientan las desigualdades desde la sola lógica humana y racional de la economía, de la política y de la sociedad, sin contar con renovar actitudes más humanistas y éticas, en la medida de más amor hacia los que más amor necesitan; porque el bien, ha de ser común, para el común de los humanos. Se olvida que muchos de los valores constitucionales están contenidos en las enseñanzas religiosas, que también se pretenden defenestrar de los planes docentes. En este sentido, cuando tanto se nos llena la boca de europeístas defensores de derechos, cuesta entender que padres y docentes, a estas alturas del constitucionalismo español, tengan que movilizarse todavía y presentar millares de firmas, para que no se les prive a sus hijos de una educación conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas. ¿Qué libertad es ésta? Sorprendentemente, sin sentido alguno, se relega de una disciplina que da una visión armónica del mundo y de la vida humana. Téngase en cuenta, además, que para entender nuestra cultura, cuyos valores y expresiones artísticas hunden sus raíces en la fe cristiana, ha de profundizarse en los valores teológicos y espirituales desarrollados a lo largo y ancho de nuestra historia. ¿Por qué esa vergüenza? ¿O quizás es miedo a la religión como fuerza transformadora? Si las religiones no deben ser usadas como trágico pretexto para antagonismos, ya que nadie tiene derecho a invocar a Dios en beneficio de sus propios intereses egoístas, tampoco es de recibo que el mundo actual, sobre todo el europeo, desvirtué continuamente lo religioso y lo devore a la indiferencia. El fomento de lo religioso ayuda a liberar al hombre contemporáneo del miedo a las ataduras creadas por el propio hombre. Aunque sólo sea por eso, todo pueblo necesita ser religioso por naturaleza, por su propia razón de vida. Un pueblo que se aleja de lo religioso morirá entre los poderes terrenos, porque nada le alimenta la virtud. Considero, pues, que el mundo actual, confunde el sano papel de la religión, como expresión de identidad de los pueblos, que tienen en su haber la justicia y la paz como un desafío siempre presente, para contrarrestar el desorden social que nos circunda, desde la anarquía a la guerra, partiendo de la injusticia a la violencia y a la supresión del otro. O sea, como diría Voltaire, si Dios no existiera, sería necesario inventarlo.