Diario de León
Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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MÁS DE veinticinco años después de que, supuestamente, zanjáramos todas las contradicciones de nuestro ser nacional mediante una Constitución generosa y abierta que hablaba de «regiones y nacionalidades» y establecía un marco amplio para el desarrollo de todas sus potencias, estamos de nuevo embarrancados en las palabras, que ocultan ideas centrífugas y que las élites -no muy prestigiadas, por cierto- se arrojan otras vez a la cara, encrespadas y beligerantes. A la pregunta «¿qué es España?», Ortega respondió varias veces en su vasta obra. «Es un torbellino de polvo en el camino de la Historia después de que un pueblo haya pasado al galope», escribió una vez. Poco después, el filósofo, que veía la «sustancia española enferma hacía siglos», dictaminaba que «para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio», y concluía finalmente: «España es el problema, Europa la solución». Infortunadamente, aquel diagnóstico se ha frustrado. Quizá no hemos reparado suficientemente en la evidencia de que cuando ya hemos interiorizado con naturalidad y hasta con vehemencia nuestra pertenencia europea, cuando nos disponemos incluso a refrendar plebiscitariamente una gozosa Constitución para Europa, vuelven a surgir los viejos fantasmas etnicistas que se traducen en invocaciones a la separación y al odio, a la rivalidad y a la fractura. El espejo europeo nos ha servido de bien poco. Ni siquiera la relativización de los grandes conceptos -como «soberanía»-, que ya se han disuelto en el magma supranacional, ha logrado mitigar los perfiles de los viejos fantasmas que tan reiteradamente ensangrentaron nuestras discrepancias absurdas. Azaña se preguntaba, aun sobre los ecos del 98, si España sería capaz de «incorporarse a la corriente general de la civilización europea», de la que había quedado apartada -según creencia muy compartida por su generación- desde el siglo XVI. Hoy, aquella inquietud del gran estadista, cargada de amargura, requeriría, a lo que parece, una respuesta negativa. La paradoja que hoy vivimos -el haber llegado a los promedios de bienestar europeo, y sin embargo, el seguir debatiendo sobre nuestro propio ser y el proponer secesiones y rupturas sin cuento- es recurrente. José Calvo Sotelo, representante de la derecha más añeja, dijo en las Cortes de la II República que prefería una España roja que una España rota. Un conspicuo socialista, Rodríguez Ibarra, se lamentaba de que ve en la ejecutoria de su propio partido mucha «nación» y muy poco «rojo». De nuevo las pulsiones profundas de lo particular, sin duda irracionales e instintivas, predominan sobre la inteligencia. Resuena una vez más aquel certero diagnóstico de Jaume Vicens Vives: El problema de España -decía lúcidamente el historiador catalán en 1960 mientras Laín y Calvo Serer debatían, en pleno franquismo, sobre si España era o no problemática- consiste en «su imperfección para seguir el rumbo de la civilización occidental hacia el capitalismo, el liberalismo y el racionalismo en el triple aspecto económico, político y cultural». Lo más grave de todos estos forcejeos seculares, que ahora se reproducen con tanta intensidad como ligereza, es que no son espontáneos, no surgen de las masas ciudadanas inquietas por la indefinición de su propia esencialidad: están siendo inducidos por élites irresponsables que se mueven a impulsos del fanatismo o -lo que es, si cabe, más grave- de la estupidez imitativa o de un deforme sentido de la emulación que las lleva a adherirse a teorías supuestamente avanzadas y prestigiosas que conectan -creen- con el subconsciente colectivo. Y, sin embargo, por más que el espectador mira el panorama, no advierte en las muchedumbres ni sombra de ese supuesto fervor nacionalista apasionado que estaría dispuesto a sacrificarlo todo con tal de experimentar hasta las últimas consecuencias la singularidad, la diferencia, el contraste con la identidad de quien vive en el valle contiguo. Parece, en fin, que se nos está arrastrando contra nuestra voluntad general hacia un pozo sin fondo, repleto de incertidumbres, por el procedimiento de convencernos de que éste es nuestro deseo inconfesado, aunque no sea cierto en absoluto que la mayoría de nosotros esté dispuesta a inmolarse en ese altar ante los ídolos de las grandes palabras que, como todos los reaccionarios, hacen suyas los nacionalistas genuinos y la cohorte de imitadores que ha surgido por doquier. Ganivet expresó brillantemente la sensación que hoy nos embarga de nuevo: «Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que parece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada».

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