CON VIENTO FRESCO
Mauthausen en el horizonte
HACE UNA SEMANA conmemorábamos el sesenta aniversario de la liberación de Auschwitz, el campo de concentración en el que los nazis exterminaron a más de un millón y medio de personas, la mayoría judías, y en el que se cometieron las mayores torturas, vejaciones e infamias que imaginarse pueda por odio, fanatismo y xenofobia. Estos días he leído el libro de David Wingeate Pike Españoles en el Holocausto , en el que se narran las vicisitudes de los casi quince mil republicanos que fueron recluidos por los alemanes en campos de concentración, especialmente en el de Mauthausen. Más de la mitad de esos españoles murieron asesinados por hambre, frío, torturas o simplemente con inyecciones letales y cámaras de gas, por unos seres sin el menor atisbo de humanidad, y ante el silencio cómplice de una población civil que, por miedo o indiferencia, miraba hacia otro lado. El nazismo, una ideología nacionalista, atea y xenófoba, condujo a sus seguidores a una perversión absoluta de los valores humanos, lo que llevó a cosificar a sus adversarios, antesala de todos los crímenes. El libro de Wingeate es un documento elocuente de hasta dónde conducen estas ideologías perversas, pero su interés por los españoles se debió a que «ninguna comunidad nacional surgió de Mauthausen con la autoestima tan alta como ellos». Fue su solidaridad y organización, al margen de disputas ideológicas o territoriales, lo que les permitió sobrevivir. Para los demás grupos nacionales fueron un ejemplo de dignidad, nobleza, orgulloso estoicismo y buen comportamiento. De los muchos testimonios elogiosos me quedo con el del austríaco Hans Marsalek que se sentía «impresionado por el hecho de que los españoles defendieran posturas ideológicas que iban desde el anarquismo, el comunismo y el socialismo a la democracia liberal, el sindicalismo burgués y el apoyo a la autonomía catalana y vasca, pero siguieron unidos por un amor ilimitado a España». Este amor lo manifestaron luego en las memorias que escribieron, pues todas llevan en su título algo parecido a «memoria de un republicano español en Mauthausen». Eran y se sentían españoles. ¿Cómo es posible que algunos vascos, gallegos y catalanes odien hasta extremos patológicos a España? ¿Por qué la izquierda ha hecho dejación en la defensa de la unidad de la patria? ¿A qué teme?. La discusión en las Cortes del plan de Ibarreche pone de manifiesto esta ruptura entre españoles, que abre una profunda sima cuyas consecuencias están por ver. La cosificación del adversario, como en el caso nazi, explica las muertes, secuestros y torturas de ETA, también ante la indiferencia cómplice de parte de la población vasca. Ibarreche, con el apoyo de los nacionalistas catalanes y gallegos, defiende un plan secesionista al margen de la legalidad y en contra de la mitad del pueblo vasco, que sabe ya, antes de la independencia, lo que es vivir sin libertad y con miedo. Ante el reto de un Ibarreche que afirma que su propuesta independentista seguirá adelante, sin importarle lo que decidan las Cortes, Rodríguez Zapatero no ofreció sino talante, diálogo y ambigüedad. No me extraña que su compañero Rodríguez Ibarra clame contra tanta reverencia a los que se quieren ir de España. Mariano Rajoy -también Rubalcaba- realizó un discurso magistral, como un verdadero hombre de Estado, sin crispación ni estridencias pero con claridad meridiana sobre lo que significa el plan Ibarreche y la situación en la que se vive en el País Vasco bajo el terror de ETA y el nacionalismo. Frente a un Zapatero que cuestiona el concepto de nación española, que renuncia al Estado de las autonomías por anticuado y que conduce a los españoles a un callejón sin salida; Rajoy defendió sin ambages la dignidad y la soberanía nacional, la Constitución, los estatutos de autonomía y sobre todo recordó lo que es España, su pasado de gran nación y su futuro de unión y solidaridad entre todos los pueblos que la conforman. Fue lo único reconfortante de una sesión muy inquietante.