EN BLANCO
Camilla
ESTOY convencido de que un porcentaje elevadísimo de la gente que se ríe de la fealdad de Camilla Parker Bowles está compuesto de feos y de feas. ¿De qué se ríen, entonces? Pero dejando a un lado la exhibición de mal gusto y de sensibilidad rupestre que supone reírse de la fealdad ajena, y que desvela el mismo estólido sentido del humor que gasta el que se ríe de un enano, de la caída de una anciana al pisar una cáscara de plátano o de una de esas bromas montaraces y crueles de cámara oculta, hay que convenir la ceguera moral de quienes mirando a la tal Camilla no ven más que una mujer poco agraciada físicamente. No es necesario ser un portento para ver en los rasgos de esa señora la rara determinacióndel amor. Carlos de Inglaterra y Camilla llevan la friolera de 35 años queriéndose, y, al parecer, de esa manera tórrida y alucinada con que se aman los que no hallan en su entorno sino obstáculos formidables. Al no tratarse de dos particulares exactamente, pues son miembros de la absurda y delirante compañía teatral encargada de representar los fastos, los dramas y las comedias de la Monarquía y la Aristocracia británicas -y por lo cual perciben, por cierto, espléndidos honorarios-, se hallaron siempre en peores condiciones que cualquier ciudadano para escribir sus propios destinos, pero su contumacia, esto es, el afecto que estas dos criaturas se tienen, ha logrado que 35 años después de enamorarse, y casarse con otros, y tener hijos con parejas no amadas, y aparecer ante sus compatriotas y ante el mundo como dos adúlteros rijosos y perturbados, vayan al fin a despertarse juntos por las mañanas.