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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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COMO con desgana, con aire de trámite imprevisto, con prisas de última hora para atraer a la ciudadanía, dentro de una semana se vota en referéndum el tratado por el que se establece la Constitución Europea. Salvo la ultraderecha nostálgica, la izquierda imaginaria y el nacionalismo sainetesco, las fuerzas políticas mayoritarias de este país apoyan claramente el «sí», aunque en el debate a veces se confunda el rábano de la necesaria diferencia con las hojas del rencor que invitan a darle una patada al gobierno en el culo de los intereses generales. A la Constitución Europea le pasa lo que a Arco: nadie entiende muy bien su contenido pero su existencia causa una enorme expectación y genera un debate muy besuguero en el que todos opinan de lo que pocos entienden. En el fondo, esta Constitución, con su farragosa redacción en algunos apartados y su a veces cargante retahíla lingüística, es un símbolo mediante el cual un puñado de países que históricamente se han dedicado a matarse entre ellos desde el principio de los tiempos, establecen un pacto definitivo para encabezar a escala planetaria un modelo democrático de corte liberal en lo económico -eso es lo que hay, y el que tenga otra opción posible que levante la mano- y con un destacado componente social que diferencia la vieja Europa del «sálvese quien pueda» estadounidense, donde los tiros presupuestarios apuntan claramente hacia un estremecedor darwinismo político. Así planteado, me pregunto por qué un «no» a la Constitución Europea puede interpretarse como un gesto de avance cuando eso es un mero terror a optar por un recambio en el liderazgo mundial.

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