AQUÍ Y AHORA
Tenía que arder
POR MUY admirador que sea de la pericia técnica de la policía científica, habrá que convenir en que en el interior del Windsor no hay nada que rascar. Ni en el caso de que hubiera sido un pirómano el autor del incendio, podría hallarse el menor indicio en el yermo total dejado por el fuego. Resignémonos, pues, a abrazar como cierta la siempre socorrida hipótesis del cortocircuito, y hagámonos cargo del marrón de los policías encargados de la investigación. El Windsor se quemó, probablemente, porque se tenía que quemar, y si no lo hizo antes es porque el Señor no quiso. Era, como son la mayoría de los rascacielos, una pira en potencia, una ratonera en la que, en caso de necesidad, nadie, ni los bomberos ni nadie, puede socorrer a nadie. Crear sobre una pequeña parcela de suelo superficies habitables más extensas que veinte campos de fútbol, y atiborradas, además, de aparatos eléctricos y materiales inflamables, es crear las condiciones ideales para una catástrofe, por muchos aspersores que se le añadan y por mucho que nuestro papanatismo tecnológico se resista a asumir y busque desesperadamente otras causas, como la de que se avisó a los bomberos demasiado tarde. D ieciséis minutos mediaron entre el instante en que se descubrió el fuego en la planta y la llamada a los bomberos, ¿Demasiados minutos? ¿En un edificio laberíntico, gigantesco, es mucho un cuarto de hora? Podrían haber sido diez minutos o veinte, y el resultado hubiera sido el mismo: un absurdo arquitectónico que arde ante la impotencia absoluta de cuantos lo vimos, hasta su autoconsunción total, arder.