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León

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RECONOZCÁMOSLO: el odio está ahí, en nuestra sociedad, como un paisaje de hierro. Y tiene sus juglares. Luis de Olmo afirmaba recientemente que en España no hay más crispación política preocupante que la fomentada por dos emisoras de radio rivales. No le falta razón. El odio es también una industria rentable. Vende proclamar que el PSOE persigue a la iglesia, como vendía llamar asesino a Aznar; ambas afirmaciones son falsas y abyectas, pero el juego del odio no se rige por la verdad. Recientemente, un conocido columnista de extrema derecha, aunque él se define como liberal, escribía: «diez millones de españoles se resisten a morir», en alusión a los votantes del PP y al Gobierno. Bajo la bandera de la libertad de expresión se escriben muchas bajezas. Sobra odio. ¿O no es odio lo que ha llevado a unos cachorros nazis a agredir en nuestras calles a una chica?. Está ahí, esperando su momento, agazapado. Y, en efecto, tiene sus juglares, de un signo ideológico o de otro. Pero la democracia, los verdaderos sentimientos democráticos, no son compatibles con ninguna forma de odiar. El odio te aleja de lo mejor de ti mismo. No creo que personas como Rosa Díez o San Gil, ambas amenazadas, ambas vilipendiadas, sientan odio hacia quienes desean acabar con sus vidas. Y esa es la fuerza ética que nos transmiten. En efecto, determinados medios han descubierto que demonizar es muy rentable, sea al PP o al PSOE. Sin embargo, la mayoría de los españoles ya no se sienten reflejados en las pinturas negras de Goya, somos velazqueños, goyescos, picassianos, mironianos, dalinianos... diversos. Y no odiamos ni a quienes nos odian.

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