Diario de León

TRIBUNA

Yo no nací sino para quereros

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CONSIDERO que es bueno retornar al tiempo y que el tiempo nos hable. Hay voces impresas hace lustros que imprimen el amor que tanto necesitamos hoy. Me parece saludable retomarlas, al menos como reflexión. Precisamente, cuando ahora tantos desamores se viven, Garcilaso ya advertía en un soneto sobre la hermandad de las almas de los amantes, su complementariedad expresada en un bello terceto: «Yo no nací sino para quereros;/ mi alma os ha cortado a su medida;/ por hábito del alma misma os quiero». La crecida alusión espiritual, tan perdida actualmente, eleva la pureza del sentimiento amoroso a un plano tan altísimo como sideral. Quizás nos falte esa sabiduría que la poesía garcilasiana nos quiere transmitir en este poema, la donación total a una vida intachable, coherente y efervescente en el éxtasis. El glosario del amor habría que ponerlo de moda a modo de ejemplo y ejemplarizarlo. Los actuales tiempos nos sobrecogen tanto como la obra: Un mundo feliz , de Aldous Huxley, el cual imagina un futuro aterrador basado en la homogeneización y en la incomunicación de los hombres, una sociedad, en definitiva, cimentada en la desgarradora crudeza de la bien trazada línea recta. La culpabilidad a mi juicio, en parte, vendría dada por el aplauso a una cultura secularista, avivada y reavivada por gobiernos no preparados para gobernar, que altera todo tipo de relaciones sociales. La pretensión de organizarnos con una racionalidad puramente tecnológica, sin valor moral alguno, conlleva un fuego de crispaciones difícil de apagar. Tampoco el arte actual nos trasciende, es amorfo y vacío, producto pasajero y efímero. Está tocado (y subvencionado) por los signos más repugnantes del absurdo. Nada dice que no sea el desdecirnos (y alejarnos) de la búsqueda de la verdad (bondad), tronchándonos de raíz doquier principio moral. A pesar de que los poderes fácticos quieran que nos realicemos como ellos digan, es innato que el ser humano quiera realizarse plenamente, y para ello llame a la puerta de lo espiritual, atmósfera necesaria para tomar aliento (y alimento) en la relación con el entorno, la forma de dialogar con el paisaje, con la música, con nuestras propias manos. Lo de ser cerebro y alma es importante para acertar en la promoción de la vida, (¿qué promoción es esa, en la que las personas ya no sólo se mueren de enfermedad, sino también de pena?) y de la familia (¿qué promoción es esa, en la que seres humanos se mueren sin calor de hogar?); de la ecología y del medio ambiente (¿qué promoción es esa, que no cuida su propio aire?); y de una cultura de la paz (¿qué promoción es esa, que ha desterrado el amor de sus vidas?). Para colmo de males, ni los pueblos son ya lugares para la tranquilidad, ni las ciudades son hoy más habitables que ayer, por mucha naturaleza artificial que se introduzca en sus interiores y las paredes sean de vidrio. La realidad es la que es. Los paisajes son más inhumanos que humanos y la desolación empieza a sentirse. Hay especies vivas que ya no resisten más la exclusión natural y se mueren. Los gobiernos debieran implicarse y aplicarse en el cuidado del universo, por pura necesidad de vida, puesto que somos más que un verso de la naturaleza o un poema anónimo de la ciudad humana. Aquí nadie sobra en el racimo de la existencia. Por ello, es genial que la ciencia avance, pero sólo si avanza en humanidad. La savia intelectual de la persona humana es un volcán llameante que ha de servir para dar luz antes que para abrasar. Andamos necesitados de esa sabiduría cobijada en el corazón, capaz de generar latidos humanistas en los diversos descubrimientos conquistados. Ahora que tanto se habla en España de abrir los brazos a la diversidad de los pueblos, convendría que todos ellos se sintiesen más que unidos, hermanados (no uniformados) a una misma raíz, la de ser ciudadanos del mundo. Antes bien, tendríamos que hacer del amor una categoría intelectual, como antaño lo hicieron los poetas del Siglo de Oro. «Vuelve y revuelve amor mi pensamiento», dirá Garcilaso a Boscán. El árbol de la vida no se sostiene sino es al tronco de los afectos. Por muchos foros sociales que se inventen y aglutinen, si la ternura está ausente en las palabras, la lección no entra. No puede haber amor si cultivamos otros aires. El estudio reciente de un profesor de la Universidad de León, Enrique Javier Díez, cuando menos debiera hacernos meditar. Ha comprobado que las acciones que predominan en los video juegos (podría decirse que es el juego de todos los chavales) son, además de competir, también matar, luchar y agredir. Por si fuera poco, los valores que se exaltan son la competitividad, vale el que gana, la venganza por encima de justicia, la fuerza para conseguir objetivos, la violencia como estrategia, la exaltación de la dureza del hombre y de la belleza en la mujer... Ahí están las modernas tecnologías, que nos ofrecen posibilidades nunca antes vistas, pues resulta que promueven y provocan daños enormes en personas que todavía están en periodo formativo. Y nos quedamos tan panchos. Oiga, ¡qué no! Gobiernos y administraciones, tienen el deber de asegurar que esto no pase. Y si pasa, que dimitan los responsables con urgencia. Nos jugamos el futuro, que no admite juegos sin alma. Como ven, el porvenir ya no está en manos del maestro de escuela, ni de los padres, sino de esas máquinas guerreras hasta la saciedad, que se permiten educar a las nuevas generaciones. Los discípulos serán la biografía de un sin sentido consentido.

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