Diario de León
Publicado por
CARLOS CARNICERO
León

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CADA OSCAR del cine español es un ejercicio de puro talento exento de los medios de las grandes producciones. Podría decirse con fundamento que cada Oscar español vale por media docena de estatuillas norteamericanas. Y la frecuencia con la que últimamente acceden los realizadores españoles al galardón más codiciado del cine comercial es una exhibición de emulación que nos debiera llenar a todos de orgullo y a las salas de exhibición de películas españolas de espectadores. La historia que narra Amenábar en Mar adentro ha tenido el mérito añadido de introducir un planteamiento terriblemente humano y polémico en un universo de integrismo como es la sociedad norteamericana actual -al menos, una parte significativa de ella- en la que se puede entender el derecho de arrasar una ciudad como Faluya y a provocar cien mil muertos iraquíes, pero en donde es inaceptable que alguien tenga la capacidad legal de ser amparado en la extinción de una vida que ya no tiene disposición de ser digna. La eutanasia es una palabra maldita en la mayor parte de nuestro entorno y, en definitiva, la oposición al derecho a poner fin a la propia existencia, cuando las circunstancias médicas la hacen indecorosa, se justifica en que se puede impedir el suicidio de quienes están incapacitados hasta para llevarlo a cabo. La película de Alejandro Amenábar tiene enfrente a la Conferencia Episcopal que tiene que estar erizada del reconocimiento internacional que significa un Oscar a un poema sinfónico de la tragedia humana de quien no quiere vivir más en las condiciones que la naturaleza le ha situado y la Iglesia y la sociedad le obligan a un padecimiento prolongado más allá de su disposición a terminar con él. En el otro extremo del Oscar otorgado a Alejandro Amenábar se encuentra el sufrimiento del Papa Juan Pablo II que se desliza por el desgaste de su propia vida en un espectáculo televisado en directo que para unos es ejemplo de templanza y sacrificio y para otros la demostración de las estructuras obsoletas de la propia Iglesia Católica y de su incapacidad para modernizar y democratizar sus órganos de dirección. Yo no quiero que el Papa ponga fin a su vida para sufrir menos e, incluso, respeto su decisión de que asistamos todos a su agonía en pleno ejercicio del poder de la Iglesia. Sólo pido un poco de tolerancia para quienes la vida sólo tiene sentido con un mínimo de dignidad.

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