Diario de León
León

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CALCETINES blancos, vestido de algodón estampado y zapatos nuevos para el domingo de Ramos. Día de fiesta y estreno. Se esperaba que el sol luciera y se corría detrás de los ramos de laurel y romero -las palmas siempre han sido cosa urbana- enredando con la chiquillería. En aquellos tiempos de corta edad era difícil entender el paso de la suma alegría de los ramos a la flagelación y el sufrimiento de los días sucesivos, con esos señores con la cabeza cubierta por un capirote -hoy ya sabemos que son papones con capillos- desfilando por las calles como almas en pena y pujando de pesados tronos con crucificados y dolorosas. Pasados estos días de luto, de cierre casi absoluto de la vida cotidiana, regresaba la luz. Comenzaba la Pascua. Esta vez la alegría es contenida. Ya no hay algarabía, sólo un pausado regreso a la normalidad con el agua bendita guardada en una jarra. Las fiestas litúrgicas tenían el poder de modular las emociones, ordenar la economía doméstica y la gastronomía y santificar supersticiones. Al fin y al cabo, bendecir ramos y aguas tiene mucho que ver con las ceremonias y conjuros que practicaron los humanos desde tiempos primitivos para hacer que lloviera, que el sol brillase, que los animales se multiplicaran y los frutos del suelo aumentasen. En primavera solían cubrirse de hojas y flores creyendo ayudar a la tierra desnuda a vestirse de verdor. Pensaban que tenían capacidad para hacer algo con sus manos; con la religión, sufrió la angustia de ver morir a alguien cruelmente por su culpa. Y la culpa sigue grabada a fuego en la memoria.

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