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Publicado por
ANTONIO NÚÑEZ
León

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QUE UNO recuerde de sus años mozos Franco era un tipo bajo, decían que con muy mala leche, como suele pasarle a casi todos los canijos, voz sospechosamente aflautada, en absoluto castrense, y que sólo cuando salía al balcón de la Plaza de Oriente parecía alto. Sus historiadores no lo citan nunca subido a un caballo -aunque los pelotas de la época le encargaran luego innúmeras estatuas ecuestres- seguramente por varias razones, tres como mínimo: primera, que no se fiaba de nadie, ni siquiera del noble bruto; segunda, que para montar ya tenía a la famosa guardia mora; y, tercera y la más probable, que él mismo no llegara a los estribos. A pesar de todo cabalgó y pisoteó el país durante cuarenta largos años, de los cuales una mitad larga por desgracia eran de un servidor, y murió en la cama. Hay algunos ahora que se creen con más cojones que el caballo de Espartero. A poco que pase el tiempo para lo único que sirven las estatuas es para que se caguen encima las palomas, con la única excepcion de la que tiene en Buenos Aires el tanguero Carlos Gardel, que siempre luce un cigarrillo encendido entre los dedos de admiradoras que aún le dan candela. La última estatua de Franco ha sido retirada esta semana en Madrid. Probablemente el ministro o la ministra que haya dado la orden presume ahora de haber apeado al dictador de la burra y espera que por eso le den una medalla. Pero no es para tanto. Ya lo enterramos otros, eso sí de cuerpo presente, y a algunos nos costó dos años en el paro. A buenas horas, Zapatero. Y buenos cojones.

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