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León

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«SOLAMENTE quien es capaz de dar un sentido a la muerte es capaz de dar un sentido a la vida». Es una frase de Olegario González de Cardedal, un pensador cristiano, un filósofo cercano a la realidad, que mide la esencia del hombre de hoy. La vida y la muerte, el gran debate central de la Semana Santa cristiana y el gran meollo de la vida del hombre, sea o no católico. En esta Semana Santa de finales de marzo de 2005, además, estamos asistiendo a varios debates difíciles, complejos, pero de enorme importancia: dejan morir -¿matan?- a una mujer llamada Terri Schiavo, que lleva quince años en una situación terrible, pero a la que han dejado de alimentar y dar agua por una orden judicial y contra el deseo de sus padres; el debate de hasta dónde tienen que llegar los cuidados paliativos y cuál es la frontera entre el ayudar a morir dignamente y el hacerlo sin consultar ni siquiera a los familiares; la investigación con células embrionarias -otra vez la vida y la muerte- para buscar soluciones a esas enfermedades terribles... Hay muchos más debates, como el de los niños que pueden ser concebidos con el objetivo central de salvar a algún hermano... Ese debate se puede quedar en la simple realidad de una vida humana o puede tener una trascendencia. En nuestras raíces, en nuestra cultura, en nuestra tradición, en nuestra historia, en nuestras calles, esta Semana Santa, el debate trasciende. Juan Pablo II, un hombre que lucha desde el sufrimiento, ha dicho que al mal sólo se le puede vencer con el bien y la idea central de ese Cristo que sale en procesión por todas las calles de todas las ciudades españolas es que sin resurrección la vida no vale nada, no tiene sentido. La trascendencia del amor y de la persona frente al valor único de lo terreno, de lo efímero. Defender la cultura de la vida frente a la de la muerte es, precisamente, el mensaje central del cristianismo, el mensaje que recorre las calles y llena las iglesias cada Semana Santa. El mensaje que conoce bien la inmensa mayoría de los españoles, que han bebido esa cultura, aunque cada vez sean menos los que viven de acuerdo con ella. El mensaje que otros quieren borrar, llevar a «lo privado» porque es un mensaje exigente, que no se casa con la conveniencia, que trasciende la realidad inmediata. El mensaje que, desde Roma, está lanzando a todos un hombre bueno que asume el dolor, el papel que Dios le ha dado. Un hombre que sabe que la muerte tiene razón de ser, porque su vida está cargada de sentido, de trascendencia, de entrega. Un hombre para el que la semana de pasión es, también, de esperanza.