Diario de León
León

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HACE UNOS días, en una cafetería escuché, dado que hablaban muy alto, ráfagas de una tertulia dominical. En España, cuando más de cuatro se reúnen alrededor de unas cervezas enseguida irrumpe el catedrático en nada que todos llevamos dentro. Un sorbito y, zass, estocada ultrajante contra el político  Fulano. Otro sorbito, y a por Mengano. Otro más, y a los cien mil hijos de San Luis. Arte del despelleje. Lo de menos es que lo expresado sea verdad, no digamos ya la medida o la piedad de los juicios. Lo de más es decirlo alto y rotundo, galleándose. Si además hay  jamoncito, entonces ya, la charla puede convertirse en un holocausto de descalificaciones, donde a la injuria se le llama opinión. Sentí más tristeza que rechazo. Uno creía que se había dejado de hablar así de política, al menos como excusa para desatar iras y fijaciones personales, para perdonar vidas o condenarlas.  Hay demasiada crispación fomentada por oráculos y santones, pero no pocos se la fomentan ellos solos, sacándosela de los adentros. Qué triste el exhibicionismo de crueldad, aunque sea verbal; la libertad de expresión es otra cosa. Nada puede objetarse a las opiniones coloquiales, que en su distendido registro admiten el acaloramiento y lo burlón, pero  mucho a la autocomplacencia en la calumnia.   Somos una sociedad democrática aún en construcción. El legítimo derecho al berrinche y al sarcasmo, que ayudan a reducir colesterol, no puede ser excusa para matar con la palabra. Al salir de la cafetería, advertí que en otra mesa del local estaba sentada la mujer de un político cuyo partido fue brutalmente aludido, ajena a todo. Si los de la tertulia llegan a saberlo ¿hubieran hablado más alto o más bajo?

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