TRIBUNA
Juan Pablo II y el mundo actual
SE PODRÁ estar de acuerdo o no con su doctrina, simpatizar más o menos con lo que representa, pero hay un dato objetivo que no podemos olvidar: ningún pensador, ningún político, ningún líder social, ha tenido en el último siglo la capacidad de convocatoria de Juan Pablo II. Ya lo dijo en 1980 la columnista del New York Times Oriana Fallaci, quien, sin ocultar en absoluto sus convicciones laicistas, afirmaba: «las personas como yo, evidentemente, están en desacuerdo con Wojtyla en muchas ocasiones, pero no pueden menos que mostrar su simpatía y su respeto hacia él», y más abajo explicaba el motivo: «es un líder, uno de los poquísimos líderes que hay en el mundo, este mundo angustiado por una falta de liderazgo». Y todo ello, para más «inri» contra viento y marea, es decir, sin hacer «concesiones a la galería», diciendo verdades como puños -de esas que escuecen a muchos-, contra el «viento» de la todopoderosa prensa laicista y la «marea» de una cultura dominante marcada profundamente por la increencia y el materialismo. Creo que este hecho debería hacer reflexionar a quienes piensan que la religión no es importante en el mundo actual. Por eso, cada vez que el Papa ha hablado o ha escrito una Encíclica, suponía una invitación a pararse a pensar, por más que el esfuerzo nos parezca costoso e inusual. En 1991, con motivo del centenario de la «Rerum novarum», Juan Pablo II publicó la Encíclica «Centesimus annus», una lección de historia, una invitación a reflexionar en profundidad sobre los acontecimientos vividos por la humanidad en este último siglo, una manifestación de que las «cosas nuevas» que siguen preocupando a una Iglesia siempre atenta a los desafíos de la historia. Entre los grandes historiadores está difundida la idea de que en el transcurrir de los siglos ocurren pocas «cosas nuevas», y éstas suceden muy lentamente. Quizá al terminar de leer aquella Encíclica uno podía sacar la conclusión de que el siglo XX aportó pocas «cosas nuevas» realmente interesantes, que puedan de algún modo compensar las atrocidades a las que ha alumbrado: sistemas totalitarios, guerras mundiales sin precedentes, alta tecnología empleada para la destrucción, etc. Quizá la «novedad» más importante que habíamos presenciado no era más que el fin de una cosa vieja: la caída del marxismo. Ante estos hechos se impone la reflexión. Para Juan Pablo II la historia del siglo XX es la de un drama: el del humanismo ateo, como ya anunció lúcidamente De Lubac. Tanto el socialismo como el liberalismo son deudores de una concepción del hombre que intenta negar la trascendencia y eso siempre se paga caro: «La negación de Dios -dirá el Papa- priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona». No sé si en siglos pasados se habrá hablado tanto del hombre, pero es muy posible que en ningún siglo pasado se haya visto el hombre tan ultrajado, y esto quizá se deba a que la cultura actual no tiene muy claro por qué hay que respetar al hombre. Se elaboran Declaraciones de Derechos Humanos, pero se niega el fundamento último de la dignidad humana, que está en Dios, creador del hombre «a imagen y semejanza suya». Se pretende exigir el respeto de los derechos del hombre en todo el mundo al tiempo que se niega que exista una naturaleza humana y una ley moral común para todos. Engels escribió en su Anti-Düring: «Nosotros rechazamos toda tentativa presuntuosa que trate de imponernos una moralidad dogmática, cualquiera que sea, como reglas éticas eternas, definitivas, inmutables, bajo el pretexto de que también el mundo moral tiene principios permanentes que están por encima de la historia». ¿Qué liberal no firmaría hoy estas palabras? Pero Juan Pablo II nunca fue pesimista, no puede serlo un hombre que predica el Evangelio, un hombre que ya en su primera Encíclica -»Redemptor hominis»- nos hablaba de «ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre que se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva». Quizá por eso conectó con el pueblo, con un pueblo que, cansado de falsas utopías, buscaba una verdadera esperanza y guiado por un certero instinto sospechaba -sabiamente- que fuera del cristianismo no va a encontrar fácilmente ese «estupor ante la dignidad del hombre», porque alejados de la roca de lo trascendente nuestras convicciones pierden fuerza y nos volvemos relativistas primero y egoístas después; porque fuera de una moral objetiva la sociedad acaba rigiéndose por la ley del más fuerte; porque quizá sólo en el cristianismo cabe la posibilidad de encontrar hecho vida ese amor desinteresado que busca más dar que recibir; porque sólo en el cristianismo puede llegar a ser práctica habitual la caridad, que nace del estupor ante la dignidad del otro, pues los cristianos -como afirmaba Tertuliano- «nos esforzamos en compartir todo...excepto nuestras mujeres, precisamente lo único que los paganos comparten gustosos». (¡Hay que ver cómo estaban las cosas en el siglo II!) Juan Pablo II ha muerto, pero su vida fecunda y su fidelidad al Evangelio nos ha dejado caminos abiertos hacia un mundo mejor.