EN BLANCO
Rainiero, el niño
DEL PRÍNCIPE Rainiero, que reinó sobre un casino y sobre un paraíso fiscal, se pueden decir muchas cosas, y un republicano como yo, más, pero toda vez que ese príncipe era también una persona, el número y la clase de cosas que pueden decirse sobre su vida se amplía extraordinariamente. Uno de esos rasgos, y acaso el que generó más felicidad en sus semejantes, fue el de su inmensa devoción por el circo, que gracias a su mecenazgo sobrevivió a las erradicadoras dictaduras del cine, de la televisión, del vídeo y, en general, de las nuevas tecnologías del esparcimiento. La infancia de Rainiero, hijo de padres divorciados, fue un catálogo de horrores. En los colegios de Inglaterra donde estudió le infligieron castigos corporales (los maestros) y psíquicos (los compañeros le repudiaban por gordo), y, ya en Mónaco, su hermana conspiró contra él esparciendo toda cla se de infundios sobre su persona. Desamparado por dentro como sólo puede estarlo el privado desde la niñez del amor de la madre, se instaló en una soltería yerma y defensiva hasta que la belleza de Grace Kelly le hizo suponer que la actriz escondía más belleza en su interior. Lo que ocurrió después lo sabemos, o creemos saberlo, merced al género zafio de la prensa del corazón, otra sucesión de pérdidas traumáticas, pero el hombre sobrevivió a todo eso, hasta anteayer, gracias a que, habiendo escondido el niño que no había podido nunca ser, lo recuperaba con la gente del circo, a la que invitaba y trataba a cuerpo de rey en el Festival que instituyó en Montecarlo, y que es la mejor gente, la más pura, la más afectuosa y la más honrada que uno se puede imaginar.