EL RINCÓN
Otros traslados
MUCHAS estatuas se han vuelto nómadas. Las llaman de otro sitio o bien no las llaman de ninguno, pero el caso es que se mueven mucho últimamente. Ahora el Museo del Prado le reclama al Ayuntamiento de Córdoba el grupo escultórico Nerón y Séneca, obra de Eduardo Barrón. El escultor perpetuó al gran filósofo, que no era tan senequista como se ha venido diciendo, en trance de aconsejar al demente emperador, que era un poeta pésimo y un incendiario muy efectivo. Lo malo es que lo hizo todo en escayola, que no es la manera más adecuada de inmortalizar un fracaso pedagógico de ese calibre. Su reproducción en bronce saldrá por un pico, pero eso al parecer es lo de menos. Las estatuas ven pasar el tiempo sin pestañear. Parece como si no tuvieran sangre en las venas. Están acostumbradas no sólo a que las dé el sol y las caiga la lluvia, sino a que la luna les desgaste los hombros y a que los pájaros les caguen en la cabeza. Se sabe que prefieren la intemperie, ya que si viven bajo techado se reducen hasta convertirse en «bibelot». Cuando ya van teniendo años, la importancia del artista que las esculpió supera con mucho a la del conmemorado. Por eso Julio Camba dijo que prefería la estatua de un hombre insignificante realizada por un gran escultor que la estatua de un gran hombre realizada por un escultor insignificante. Ahora está de moda moverlas, preferiblemente de noche. Se sabe que un pedestal vacío viene a ser como el monumento al hombre invisible, pero si a éste le quedan pocas amistades no se sabe dónde meterlo. ¿Qué hacemos con el prócer de levita de bronce o con el aguerrido militar? Sobre todo, ¿qué hacemos con el caballo? Un historiador eminente, el alemán Kosellek, prisionero de los soviéticos durante la guerra, acaba de decirnos que «si se hubiera dejado quieto a Franco, probablemente se le habría olvidado antes». Probablemente lleve razón, pero lo raro es que un historiador quiera olvidar la Historia.