TRIBUNA
Mujer, republicanismo y renta básica
PESE a los avances conseguidos en el debilitamiento de las estructuras de dominación masculinas, provocados sobre todo por la entrada de la mujer en el mundo laboral y el acceso a estudios de nivel medio y superior, el ideal de una mujer que no tenga que vivir a disposición del padre o marido, que no tenga que mendigar la venia de éstos o ganar su favor, se mantiene y no sólo en el tercer mundo, donde el 80 % de los 1.200 millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza son mujeres. En nuestro primer mundo desarrollado, los porcentajes que a continuación se exponen ponen de manifiesto que la discriminación todavía pervive: el salario femenino es un 30% inferior al del hombre, el 77% de la economía sumergida está realizada por mujeres, el paro femenino alcanza un 22%, el doble que el masculino, de los contratos indefinidos únicamente el 33% corresponde a mujeres, el tiempo de ocio de los hombres es un 25% mayor que el de las mujeres y el 70 % de las mujeres no ha realizado nunca un trabajo asalariado. Desde el punto de vista de la igualdad formal ante la ley, las mujeres gozan de los mismos derechos que los hombres. Pero es un hecho contrastado que la mayoría de las instituciones, tanto públicas como privadas, todavía tienen un marcado sesgo masculino. Ello es consecuencia de que las normas que promueven la igualdad atienden fundamentalmente a la vinculación con el mercado laboral, esto es, los derechos se derivan de un trabajo regulado y estable, de difícil acceso para una mayoría de mujeres. Por ello, los riesgos o contingencias típicas del «estilo de vida masculino» (jubilaciones, seguro de accidentes o desempleo), están en todos los países mas eficazmente protegidos en los programas sociales que los de las mujeres (viudedad, cuidados familiares y maternidad). Sin olvidar que el acceso al disfrute de esos derechos, para una parte muy importante de las mujeres, está relacionado con el matrimonio o la maternidad, La mujer, en muchos casos, es titular de derechos únicamente en tanto que esposa y madre. Cualquiera que sean los progresos conseguidos en el Estado social y democrático de Derecho, las mujeres padecen una vulnerabilidad especial en el hogar, en el puesto de trabajo o en su entorno social. Esa vulnerabilidad es producto de un conjunto profundamente arraigado de prejuicios respecto del papel de la mujer o de su competencia. Las impresiones de la infancia o de la educación recibida pueden hacerles casi imposible desarrollar una carrera. Las prácticas laborales, organizadas con hábitos de trato y vínculo masculinos, pueden dificultarles su desarrollo profesional. Y entrar en el mundo de la política o del sindicalismo, pensados para varones descargados del cuidado de la familia, resulta extremadamente arduo para ellas. Y en el momento en que se cuestiona el poder y dominio masculino y las mujeres no aceptan el sometimiento y comienzan a reivindicar sus derechos, algunos de los hombres necesitan hacer valer sus viejos privilegios y rescatar, aunque sea con violencia, el dominio que le otorgaba la pertenencia a un determinado sexo, como demuestran las estadísticas de agresiones en los últimos años. Si el problema principal de las mujeres es que las presiones familiares, culturales, jurídicas e institucionales se combinan entre sí de modo tal, que las colocan en una situación de dependencia, entonces el ideal para las mujeres, y para todo ciudadano, pasa por obtener garantías frente a cualquier tipo de interferencia arbitraria o de dominación. Para ello es necesario seguir promoviendo las políticas de igualdad, de acceso universal a los servicios públicos y de protección social. No obstante, la profundización en los derechos sociales preexistentes no es suficiente. El Estado del bienestar se fue desarrollando partiendo de un modelo social en el que la protección se dirigía fundamentalmente a las familias, a partir de unos derechos reconocidos al ciudadano trabajador que era, en la mayoría de los casos, varón y «cabeza de familia». Pero el dinamismo de las relaciones sociales ha ido provocando nuevos escenarios, como las transformaciones en las funciones de las mujeres, en las estructuras familiares y en la organización del trabajo, a los que los Estados sociales no han sabido o querido dar respuesta, manteniéndose los espacios de dominación privados: dominación económica, dominación sexual, dominación cultural. Por otra, las políticas asistenciales han creado una importante espiral de dependencia en muchas personas, sobre todo mujeres, respecto de los subsidios públicos, que en ningún caso les permite desarrollar sus respectivos planes de vida. El Estado debe dotar a cada sujeto, en tanto que ciudadano o ciudadana, de los mecanismos suficientes que le permitan realizar sus derechos, con capacidad de decisión, participación y autonomía. Para ello consideramos necesario el establecimiento de una Renta Básica de Ciudadanía consistente en un ingreso pagado por el Estado a cada ciudadano, independientemente de cualquier consideración: sexo, raza, identidad cultural, nivel de riqueza, situación empleo o desempleo, etc. Se trata de una renta, con unos rasgos formales de laicidad, incondicionalidad y universalidad idénticos a los del sufragio universal, que trata de asegurar materialmente el derecho de existencia social mínimo de todos los miembros de la sociedad, por el sólo hecho de serlo. La implantación de la Renta Básica tendría para las mujeres efectos indudablemente beneficiosos. Se reconocería que, junto al trabajo asalariado o remunerado, hay otras formas de trabajo, como el trabajo doméstico y de cuidado de otros, realizadas por mujeres fundamentalmente y que son igualmente necesarias para el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Permitiría a muchas mujeres emanciparse de la dependencia del marido para vivir, facilitando que la convivencia de la pareja se mantenga sólo cuando sea realmente deseada por ambas partes En suma, facilitaría que muchas mujeres fueran sujetos activos e independientes, sin necesidad de pedir permiso a terceros para poder subsistir.