TRIBUNA
Antimuseos
EL MUSEO surge con la idea ilustrada de llevar el arte al pueblo y, como tal, es una conquista burguesa con la que este estamento social vence a la aristocracia y al clero, que encerraban, hasta entonces, en sus palacios e iglesias, las obras de arte. Esta maniobra supuso la sustitución de estos dos poderes por la idea de estado, cuya culminación se produjo en la Revolución Francesa de 1789. Una Revolución que buscaba la reaparición histórica de la sociedad democrática griega y que soñaba con devolver a la esfera de lo público lo público, la res pública. La consecuencia más clara de estos fenómenos fue la formación de los dos grandes museos del mundo: el Louvre de París y el British de Londres. El primero es producto de la lectura imperialista que de la Ilustración hizo Napoleón, y, el segundo, fruto de la versión colonialista civilizadora británica. A diferencia de estos anteriores, el colonialismo español no produjo museo, precisamente, por ser previo a la Ilustración. El museo, pues, como espacio separado e independiente donde hacer público el disfrute, exclusivamente, del arte no surge hasta la creación del Fridericianum en Kassel en 1769. Los museos cumplen la función de hacer visible aquello digno de serlo que, sin embargo, permanece oculto, o visible para unos pocos, con el fin de contribuir a que el hombre alcance esa mayoría de edad de la que hablara, en su día, Kant. Para ello los museos han seleccionado y mostrado colecciones de objetos o imágenes lejanos en el tiempo, el espacio o en ambas cosas. Pero, cabe, hoy, preguntarse, en las postrimerías de ese proyecto ilustrado, en la postmodernidad, donde la globalización y la massmediatización han roto con la distancia, ¿qué función puede tener el museo?¿ En un mundo donde la información está volcada sobre la televisión o sobre internet, en cantidad mayor a la que podemos digerir, ¿qué es lo museable? ¿Cómo es posible que hayamos llegado a concebir que la propia modernidad sea museable, e, incluso, llegar a creer que el presente pueda ser contenido del museo? ¿Acaso la fractura con nuestro hoy es tan enorme como para precisar esto?¿ Acaso vivimos, o pretendemos vivir nuestro hoy como un pasado? ¿Son los museos de arte contemporáneo, los museos de lo contemporáneo, una absoluta contradicción? El museo es, en sí, y a todas luces, una cosa del pasado, un rescatador del tiempo, sin embargo, hoy, se crean estos museos como si, tan solo con nombrarlos, no incurriésemos en una contradicción capital, puesto que lo contemporáneo es el tiempo en el que vivimos y por lo tanto debería sernos visible y, más aún, en una sociedad supergráfica, dotada de veloces medios de transporte. Hablar de museos del presente plantea una paradoja elocuente, una contradicción, que revela la distancia abismal que está tomando la realidad de nosotros. El peligro que corren estos museos de lo contemporáneo es el de que la paradoja que plantean se convierta en un mero eslogan, un eslogan que disfrace de vitalismo operaciones que invoquen el tiempo histórico para garantizar el éxito del presente, de un presente. Nadie como los futuristas reclamó tanto el impulso vital, el presente, incluso hasta el absurdo o la crueldad. En su famoso manifiesto aparecido en Le Figaro , el 20 de febrero de 1909, se quejaban de que los museos son cementerios. «Nosotros -decían- queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo...». Si el museo del presente deviniese, finalmente, en eslógan vendría a mostrar el deseo de asimilar lo contingente en el marco de la legitimación de lo histórico. Es decir, usar el valor dignificador del museo para decir que este es el presente, el presente verdadero. De esta forma, al escamoteo que suponía la criba historicista del museo del pasado se le debería sumar el mismo error y horror que se expandiría en el presente con el museo del presente. Por lo tanto, si estiramos la idea de los futuristas por la cual debemos odiar al museo por ser un cementerio del pasado, podríamos decir que el museo del presente debería ser odiable por ser el cementerio del presente. Entonces, ¿cabría preguntarse por qué no llamarlo, ya sin ambages, en lugar del museo del presente museo de lo efímero, museo de la moda, o, más certeramente, máquina de legitimar? El objetivo de los museos del presente debe ser la puesta en órbita de antimuseos que se cuestionen la propia institución artística desarrollando la verdadera acción social del arte, que no es hacer visible las desgracias del mundo, que ya se ven en los mass media, sino pulverizar la estructura del arte que lo vuelve dócil e inefectivo. Esa es la línea verdadera que desarrolla el impulso emancipatorio para superar el estadio enciclopedista del originario museo. Desembarcar, sin más ni más, en un museo del presente, aunque tenga grandes dosis de entusiasmo, puede convertirse en la corona de una serie kafkiana de malentendidos y trastornar más la identidad cultural tan desarreglada que ya tenemos. Debemos asumir, con decisión, que el museo del presente trae el advenimiento del antimuseo y que, como lo fue el museo, el antimuseo será un experimento. Un experimento que, además de superar el déficit de visibilidad que ha tenido una comunidad, tanto en la recepción como en la emisión, deberá empezar a crear sentido y a introducir a lo local en la esfera global de su producción.