Diario de León

TRIBUNA

La «identidad nacional» frente a la unidad de España

Publicado por
JESÚS M. FERNÁNDEZ
León

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LA METAFÍSICA, esa peligrosa ensoñación de visionarios y campo abonado para los estafadores y los comediantes, está implantada sin reservas en el campo de la política española actual y su fuerza, procedente de su oscurantismo, crece a velocidades vertiginosas. En este contexto, y frente a quienes consideran que la principal tarea de la filosofía es el llamamiento a un diálogo que genere consensos, cabe también entender que el saber filosófico tiene como tarea inexcusable identificar y triturar todas aquellas ideas que actúen en nuestro presente como mitos confusionarios y oscurantistas. Y no hay terreno más adecuado para el ejercicio de la crítica filosófica que el constituido, hoy día, en España, por los nacionalismos secesionistas vasco y catalán. Alentados por un victimismo que también podría alegar cualquier otra región de las que componen el territorio nacional, los nacionalismos vasco y catalán se fundan sobre una idea de España que identifica a ésta, históricamente, con Castilla, y en la actualidad, con Madrid, sin tener en cuenta que aquello que, según ellos, justifica sus posiciones, su pretendida «identidad nacional», es incomprensible fuera del contexto de la misma España que pretenden liquidar. ¿O es que la construcción de esa «identidad nacional» vasca o catalana se ha mantenido pura e incontaminada respecto del resto de regiones de España durante todos los siglos que llevan formando parte de ella? ¿Qué sentido tiene creer que el pueblo vasco o el pueblo catalán no son el resultado de la interacción que durante cientos de años han mantenido esos pueblos con el resto de pueblos de España? Defender hoy en día un proyecto político que mantiene las divisiones territoriales que existían en la Península Ibérica hace seiscientos años constituye una impostura vergonzosa, porque supone poner entre paréntesis más de seis siglos de historia. Pensar que España es una «prisión de naciones» o una «nación de naciones» es lo mismo que pensar que se puede hablar con sentido de algo tan absurdo como un «círculo de círculos». Definir en la actualidad a España en función de la situación histórica que ocupaban Castilla, Cataluña o el País vasco en el siglo XV sólo puede hacerse desde una concepción metafísica de la «identidad nacional», aquélla que entiende la «naturaleza» vasca o catalana como dada desde tiempos inmemoriales (lo que les acerca más a un eventual hombre de Neandertal que viviese junto al Bidasoa o el Cardener hace 35.000 años que al ciudadano vasco o catalán español de hoy en día); la «identidad nacional» vasca o catalana, tal y como la entiende el secesionismo, no es otra cosa que una supuesta esencia que va «desplegándose» de forma imparable en la historia a través de diferentes determinaciones -políticas, jurídicas, artísticas, lingüísticas, filosóficas, etcétera-. Pero esta idea de «identidad nacional», que pone entre paréntesis siglos de historia, que se retrotrae al origen de los tiempos como si fuese una realidad dada a sí misma y que se niega a asumir el entramado de relaciones históricas, políticas, económicas, lingüísticas, culturales y jurídicas que constituyen la actual unidad de España, ¿no es una construcción metafísica de primer orden, una entidad separada del mundo de los fenómenos que vuela libre gracias a la impostura de algunos iluminados y a la credulidad de muchos ingenuos o interesados? Y no se trata de resucitar ahora la idea de una «unidad de destino en lo universal», idea tan fantasmagórica y metafísica como la que usan los secesionistas, sino de poner en pie una idea funcional de España, aquella que sitúa a ésta en el contexto de la política mundial del presente, caracterizado por el enfrentamiento continuo e insuperable entre los diferentes Estados que componen la totalidad del escenario político actual. Un escenario cuya ficticia armonía se ha derrumbado con la Guerra de Irak, mostrando lo artificioso que resulta interpretar el papel de la ONU como el de sede de una inexistente unidad armónica mundial (evidencia que se ha visto refrendada por la urgente reforma que del organismo internacional acaba de presentar su Secretario General). Es precisamente cuando retiramos el supuesto de un mundo armónico y contemplamos la realidad de una pluralidad de Estados enfrentados entre sí o frente a terceros, el momento en el que adquiere todo su sentido la necesidad de mantener y potenciar la unidad de España, cuya esencia -siguiendo a Espinosa- consiste en su potencia, la cual se vería herida de muerte si los proyectos independentistas lograsen sus objetivos finales. La virtud ética de la fortaleza (la perseverancia en la existencia), cuando se aplica a uno mismo se convierte en firmeza , y cuando se aplica a los demás, en generosidad . La firmeza de un Estado le exige mantenerse en su existencia y aumentar su esencia a través de un aumento de su potencia. ¿Y qué firmeza cabe reconocer en un Estado cuyos componentes pretenden secesionarse de aquello de lo que deriva su propia esencia (su potencia)? Por ello no resulta descabellado calificar a los proyectos independentistas vasco y catalán de proyectos suicidas que atentan contra sí mismos, auténticos kamikazes a los que no les importa su propia destrucción con tal de hacer saltar por los aires al enemigo. No se dan cuenta de que el adversario del País Vasco y de Cataluña no es el resto de regiones que componen España (ni siquiera Madrid), sino Francia, Inglaterra, Alemania, E.E.U.U., &c., a los que España se enfrenta constantemente en el terreno económico, político y geoestratégico, y con quienes de manera eventual mantiene alianzas frente a terceros Estados o frente a la amenaza común del terrorismo. No son, por tanto, sus lenguas «históricas» aquello hacia lo que deben mirar para fomentar su «identidad», sino a la comunidad de hispanohablantes, constituida por cuatrocientos millones de individuos (y creciendo), cuya unidad lingüística le confiere una potencia en el mundo capaz de luchar contra los gigantes chino y norteamericano; y la plataforma más potente de la que dispone hoy en día un vasco, un catalán, un castellano o un asturiano para enfrentarse a tales gigantes no es otra que la de España (una plataforma universal porque a través de su lengua, con todo lo que ello conlleva, ha desbordado históricamente su ámbito de origen). Pero esta idea de unidad no podrá calar nunca en un proyecto político basado en el folklore antropológico, ignorante de su inevitable destino como futura presa de los grandes halcones del presente. La debilidad de España sólo le interesa a otros Estados, como Francia o Alemania, para quienes es mucho más fácil enfrentarse a una región de cuatro millones de individuos que a un Estado de cuarenta millones o a una comunidad de cuatrocientos millones. Por eso, apoyar el secesionismo, reconocerle siquiera su derecho a existir como opción política que busca la disolución de España, significa no tanto «luchar contra el centralismo de Madrid» como «hacer el trabajo sucio a otros Estados», deseosos de librarse de un peligroso enemigo, conectado por su historia, su religión y su lengua a casi una décima parte de la población mundial.

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