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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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EL ALGODÓN puede que no engañe, pero las apariencias sí. En los periódicos sale retratado estos días el autor del espeluznante asesinato de su mujer y de sus dos hijos, el pequeño de dos años. Los mató a martillazos, mientras dormían, y después se fue a un club de alterne. Su cara goza ahora de esa popularidad súbita de los ganadores del Premio Planeta y los parricidas. Es el suyo el rostro de un muchacho de treinta y pocos años, sonriente, con eso que llamamos facciones correctas, quizá un tanto impersonales, pero que deciden un conjunto simpático. Una de esas muchas personas con las que no tendríamos ningún inconveniente en tomarnos una copa en cualquier bar, si bien es cierto que no tantas como las que se tomó él el día que cometió el triple crimen. Y, desde luego, acompañadas de una anchoa con su correspondiente aceituna, en vez de con media ración de cocaína. Se le atribuye a Hemingway la frase esa de que, a partir de cierta edad, aproximadamente sobre los 50 años, cada persona es responsable de su propio rostro. También se le atribuye a otros, pero eso da lo mismo. Desde siempre la hemos oído en otras versiones. La más antigua y la más equivocada es la que asegura que la cara es el espejo del alma. De ser cierta, la gente más guapa sería la más buena. No está demostrado que Paul Newman tenga mejores sentimientos que los que albergó Boris Karloff. Es cierto que hay superficies faciales biográficas, donde se han inscrito los acontecimientos, pero con muchas excepciones, sobre todo entre los políticos, quizá porque abunden entre ellos los que tienen más de una cara. Por otra parte, acaso el sufrimiento se delate más que la alegría. Parece que no es posible negar que en la cara existen indicios. Los filósofos, que se han pasado la vida pensando, tienen muchas arrugas. Por eso Bertrand Russell dijo que un rostro verdaderamente estatutario sólo se encuentra entre el alto clero. Total, que me tiene realmente muy desconcertado la faz del parricida de Elche.