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Publicado por
JOAQUÍN ALEGRE
León

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HAY UN DETALLE revelador de la psicología de este pontificado, pudiera parecer anecdótico, pero nada de lo que atañe al Vaticano lo es. Tomemos como muestra un recorte de prensa donde el veterano teólogo Miret Magdalena escribe: «Se necesitaba alguien que comprendiera nuestros problemas, y el papa Wojtyla no acertó». ¿Un apellido eslavo -casi impronunciable- imponiéndose sobre el nombre oficial -Juan Pablo- hasta en los ámbitos más rigurosos? Este tratamiento inédito en la historia de los prelados -aunque ahora contamine por mímesis hacia atrás-, ha sido consentido, si no alentado, desde Roma. El impacto social de los gestos campechanos -y sinceros- de Juan XXIII, hicieron descubrir a la Curia el enorme potencial de la cabeza de la Iglesia como figura mediática . La evolución de los tiempos arrinconaba la imagen de un referente moral distante, encerrado entre los hermosos muros de San Pedro y comunicándose con el mundo a través de encíclicas. Pablo VI comenzó a tañer la televisión, pero para la afinación perfecta del instrumento era necesario un actor de atractiva y rica personalidad (cantante, filósofo, deportista y poeta); había nacido El Papa del Milenio . Mientras la crítica veía en Karol una de las promesas de la escena polaca, él envidiaba el poder de convocatoria de los comunistas, capaces de atestar ciudades enteras con sus actos. Germinaba la nostalgia de masas que todo líder lleva sembrada en su interior y que, andando el tiempo, tan buenos réditos le reportaría. Del comunismo agonizante aprendería todavía un par de cosas: la utilidad de la militancia disciplinada y el manejo de los medios de comunicación. En cuanto la tiara ciñó su cabeza, Wojtyla hizo llamar a Jerzy Turowicz -director de un semanario católico en el que, el ahora Papa, había colaborado- para incorporarlo a su gabinete de prensa, con el siguiente encargo: «que la Iglesia sea noticia cada quince días». La engrasada maquinaria que le permitiría recorrer el globo como una auténtica superestrella , echó mano de todos los recursos ensayados en la política, el deporte o el espectáculo. Con envidiable eficiencia, la escenografía se fue adaptando a la idiosincrasia de cada unos de los 130 países visitados (en Francia, por ejemplo, vistió una túnica multicolor diseñada por Jean-Paul Gaultier). En unos pocos años, Juan Pablo II era un icono reconocible en cualquier rincón del Planeta; y como tal se dirigió a millones de sobreexcitados jóvenes que, terminadas las canciones y el rasgueo de guitarras, se aplicaban a transgredir los preceptos recién escuchados. Así se forja la gran paradoja -y paradigma- de este pontificado: se adora al mensajero, pero se ignora el mensaje. «El encuentro con los jefes de Estado es lo más importante de mis viajes» se sinceró Wojtyla ante un grupo de periodistas afectos. El manejo sagaz de los sobreentendidos inherentes al oficio del gobierno -no hay que olvidar que fue el máximo mandatario de un estado-, le granjeó el respeto de todo tipo de políticos, que llegaron a sentirlo como un avezado colega (los elogios más encendidos e inequívocos a su labor proceden de este ambiente). Cuando las cámaras y los flases se habían retirado, el Papa desplegaba sobre la mesa el poder de la Iglesia, y luego comenzaba a pedir. Prefirió ser canciller del pueblo de Dios, antes que pastor de almas: un rasgo sin duda discutible. Los veintiséis años en el solio de Pedro han dado de sí lo suyo, hasta para una buena cosecha de contradicciones («El Papa más contradictorio del siglo XX», lo ha calificado Hans Küng, el prestigioso e indomable teólogo suizo). El cardenal que sacó de sus casillas al paciente Juan XXIII, por pregonar que «la Iglesia no tiene culpas», se convirtió en el Papa que pedía perdón por todos los pecados colectivos de los católicos. Se autoproclamó «teólogo de la liberación», pero persiguió, con febril tenacidad, a Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff o el obispo Casaldáliga, entre otros adalides de los desheredados. Durante la guerra de las Malvinas se le oyó hablar de «guerra justa», mientras que se opuso a la invasión de Irak y al concepto mismo de guerra preventiva (aunque tampoco hizo nada contra los obispos norteamericanos que bendijeron los cañones). El pontífice que definió la libertad como «la prerrogativa más noble del hombre», elaboró una extensa y triste lista de teólogos amonestados por disentir de la ortodoxia que vela Ratzinger; el lenguaraz purpurado que advertía: «Wojtyla no sabe teología». Lo que no ha impedido que el récord más desconcertante de este Papa se haya logrado en el terreno de la doctrina: catorce encíclicas, nada menos, componen su «nueva evangelización». Aunque, si escuchamos a los intelectuales críticos, con ellas no ha movido a la Iglesia un milímetro más allá de donde quedó tras el Concilio Vaticano II. Elías Yanes -ex presidente de la Conferencia Episcopal Española- afirma en un reciente y lúcido artículo: «Ni una sola reforma eclesial importante llevará su nombre». Divisamos aquí la llaga más dolorosa que deja Juan Pablo II: entregó el gobierno a las intrarredes del poder religioso -Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo, Neocatecúmenos y, sobre todos, el Opus Dei-, y se dejó enfrentar con los obispados más liberales -brasileños, alemanes, italianos- y las congregaciones más progresistas -Compañía de Jesús-. O sea: prefirió las sotanas de sastre, a las sudadas camisetas de los misioneros (sobre los que se pretendió extender un inaudito descrédito). La Historia juzgará su pontificado con la distancia oportuna y veremos (verán) si ha sido, como asegura Hermann Tertsch, «el líder más poderoso del mundo y probablemente el que mayor transformación histórica haya logrado»; o si impuso una «idea católica de cuño polaco (medieval, contrarreformista y antimoderno)», en opinión de Küng. Una contradicción que Eugenio Scalfari resume en una demoledora frase: «Este Papa ha sido grande, grandísimo. Pero la misión que emprendió hace más de dos décadas ha fracasado».