Diario de León
León

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EL VUELO de sótanas purpuradas, el misterio del encierro en la Capilla Sixtina y el habemus papam materializado con señales de humo (dicen que era marrón, no blanqueó la mayoría Ratzinger) nos han trasladado mediáticamente, por unos días, a las profundidades del Medievo cuando la Iglesia católica era todopoderosa, como la divinidad, y un sólo gesto suyo, una señal, movía a los fieles de Roma a Santiago y de Santiago a Jerusalén. Para la humanidad del siglo XXI los símbolos siguen siendo tan poderosos como en los principios del mundo, cuando el hombre ni siquiera tenía la certeza de vivir en un planeta regido por el sol y tenía que guiarse de lo más elemental -las estaciones, el día, la noche- para organizar su mundo. Pero ahora los símbolos son transportados vía satélite y en vuelos charter. La muerte del Papa Juan Pablo II ha sido, además de la pérdida que significan todas y cada una de las muertes, una ocasión de oro para reafirmar la simbología de la Iglesia Católica en las conciencias del mundo entero. La proporción del espectáculo mediático que nos han servido en vivo y en directo es comparable al poder que ostenta en la tierra una institución más antigua que los actuales estados modernos. Es verdad, nunca hubo un Papa tan cercano. Pero tampoco ningún Papa dispuso antes de tantos medios para llegar a la gente. Por eso es menos comprensible que negara su ayuda en la lucha contra el sida y que anatemizara la Teología de la Liberación, por ejemplo.

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