Diario de León

TRIBUNA

Mucho más que guardián de la ortodoxia

Publicado por
JULIO DE PRADO REYERO
León

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TAN PRONTO como se conoció la elección de Benedicto XVI como Papa han sido muchos los que de una manera o de otra se han apresurado a emitir juicios falsos o al menos inexactos sobre su pensamiento en materia de fe y costumbres, etiquetándole, por ejemplo, como «el guardián de la ortodoxia». De desmentirlo se encargan sus enseñanzas y sus escritos, pudiéndose seleccionar para ello uno muy extenso y muy denso, publicado en el semanal del L'Osservatore Romano cuando era simplemente el teólogo Ratzinger y ni siquiera obispo, cardenal o curial. Ya el título de suyo es muy elocuente: Magisterio eclesiástico, fe y moral y su contenido aborda ampliamente este tema. Situándose no en un mundo teórico, pretérito e inexistente sino en un mundo real y patente, en el que le ha tocado vivir al hombre de nuestro tiempo, comenzaba su trabajo constatando que «la crisis de fe afecta al cristianismo en dimensiones siempre mayores aparece cada vez más claramente ligada a una crisis de los valores fundamentales de la vida humana», reconociendo que cada día que pasa el cristianismo se concibe no solo como una «ortodoxia» o teoría, sino como una «ortopráxis» o práctica, sin la que sería incapaz de hacer realidad la raíz del mismo Evangelio, que es el amor. Por otra parte a la hora de enjuiciar las distintas corrientes de lo que entonces comenzó llamándose «teología política», por ser la de la polis o la ciudad, o para mejor entendernos, la de las realidades temporales, que más tarde se conoce con el nombre también tan amplio de la «teología de la liberación», intuye que no puede reducirse a un único bloque; puesto que son muchas y muy diversas las corrientes que las sustentan, quedando patente, por ejemplo, que no es la misma la que enarbola el guerrillero Camilo Torres, que nace a impulsos de la violencia, que la elaborada por el místico Gustavo Gutiérrez, como tampoco la que Ernesto Cardenal apoya sobre una ideología determinada, que la de los carismáticos pastoralistas y evangelizadores Obispos Hélder Cámara o Pedro Casáldaliga. De algunas de estas y de otras muchas más, solía decir Fernando Sebastián que adolecían del vicio de «estar mal construidas» y de otras (afortunadamente las menos) que no resistían a la más ramplona definición de teología como «ciencia de Dios». A la vista de todo esto, ni cabe el aplauso general ni la descalificación en bloque. Se impone un estudio y análisis minucioso y por separado de todas y cada una de ellas, y solamente cuando Ratzinger piensa que en alguna se infiltran corrientes espúreas es cuando lanza un SOS y advierte que en algún caso concreto «esta manera de pensar coincide con el sentimiento fundamental de que brota el relativismo», al que aludió en su homilía de la Eucaristía del Precónclave. Todo relativismo, y no una sana relativización, sabemos que es excluyente de conceptos universales y absolutos, apoyándose únicamente en métodos experienciales, que marginan, en consecuencia, toda posible aportación de la fe y la moral cristiana. Siguiendo este camino, dice él «la verdad pasa por ser algo inalcanzable... y este proceder no sería sino una excusa para mantener intereses de grupo, que quedan así reforzados». El cristianismo siempre ha tenido como pauta intentar aportar algo nuevo para la construcción de un mundo mejor con una buena «praxis», lo que se conseguirá más fácilmente, sumando que restando valores. Para ello el Magisterio de la Iglesia siempre tendrá algo que decir y esa ha sido la norma desde los tiempos apostólicos, lamentando allá por el año 1972 que con los dos Syllabus (el de Pío IX y el de Pío X), ambos llenos de condenas, la Iglesia «se quitó a si misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual». Igualmente en 1990, siendo ya Obispo, Cardenal y Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, respondiendo en una entrevista a una pregunta sobre la condena de Galileo, lo hacía con un rotundo reconocimiento de las ciencias actuales, abriendo él sin rubor alguno este interrogante: «¿Por qué la Iglesia no ha tomado una posición más clara contra los desastres, cuando pudo abrir la Caja de Pandora?» Para él «el diálogo, fe y razón debe proseguir»; puesto que en un clima de ignorancia mutua o permanente crispación «o se considera a la fe irrazonable o se tiene a la razón como increyente o las dos cosas a la vez». El auténtico diálogo puede abrir caminos insospechados hasta conseguir «la capacidad de alcanzar la verdad propia de la razón y que significa la constancia objetiva de a verdad, que concuerda con la constancia de la fe». El nuevo Pontífice apuesta asimismo para que vuelva a surgir un nuevo tipo de Magisterio que ayude a aplicar una nueva praxis a la medida de la verdad, contribuyendo tanto a esclarecer el lado positivo como el negativo de esa realidad con el fin de llevar a la práctica toda una tarea orientadora y creadora de un futuro mejor para la humanidad, llamado a ser construido en común para todos los pueblos. Solamente dentro de la dinámica de esta praxis, y corriendo los riesgos que sean necesarios, «se puede discernir y decidir una teoría concreta es válida o no y, por lo tanto, si el cristianismo quiere aportar algo a la construcción de un modo mejor, deberá crear un praxis mejor y no buscar la verdad como teoría sino implantarla como realidad». El Ratzinger de aquellos tiempos confiesa que no se atreve a «adelantar una teoría detallada de Magisterio Eclesiástico y de su concentración en el Magisterio del sucesor de Pedro»; pero si traza unas líneas para ello, que deberían pasar por el Nuevo Testamento y la Tradición, que es lo que va marcando a través de los tiempos la sucesión apostólica y la teología petrina. «Es claro -concluye- que el contenido fundamental consiste precisamente en custodiar la fe apostólica, y que la potestad de enseñar que ello implica comprende también esencialmente el encargo de concretizar y precisar la exigencia moral de la gracia, aplicándola a cada momento dado», y termina como empezó, abogando, y aquí recarga las tintas, por lo que él llama la ortodoxia de la ortopraxis, sin la que se perdería el núcleo principal del cristianismo: el amor».

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