TRIBUNA
¿Cómo viven nuestros niños y nuestros ancianos?
L AS RECIENTES denuncias llevadas a cabo, en nuestro país, por abandono y malos tratos infringidos a niños y ancianos, en las guarderías infantiles y residencias de ancianos, nos llevan a importantes reflexiones sobre la grave crisis de principios y valores sociales y humanos que padece nuestra sociedad. En primer lugar estos hechos manifiestan que a tal sociedad lo que le importa es la producción y el consumo, y que ambos objetivos marcan las pautas reales del funcionamiento general de nuestro país. Es evidente que tanto los niños como los ancianos no están integrados en esa cadena de producción y de consumo, o al menos no lo están en la misma medida que los adultos, y por tanto existe una tendencia a marginarlos. Esa podría ser una de las causas de la situación que padecen tantos niños y ancianos, hoy, en España. Pero no deberíamos olvidar que toda sociedad que margina y olvida a sus niños y a sus ancianos padece la mayor de las enfermedades sociales: la insensibilidad y la pérdida de su dignidad, y vive en un presente frustrante, sin pasado ni futuro. Esta grave crisis sólo puede llevar a la sociedad a su desintegración, pues la infancia es la etapa más decisiva en la educación de un ser humano, por ser en ella donde se asienta su futuro. De ahí el dicho «la infancia es el patio en el que jugamos el resto de nuestra vida», y por eso dijo un gran poeta: «La verdadera patria del hombre es su infancia». En cuanto a la vejez es la etapa que ha de inspirar mayor respeto y consideración en una sociedad psíquicamente sana. Es fácil, pues, juzgar a una sociedad y saber el grado de su salud mental y moral por el respeto y el amor que profesa a sus niños y sus ancianos, dos etapas humanas que consideramos no «productivas» porque nuestra incomprensión y nuestra ceguera sólo valora lo que se produce para consumir inmediatamente, ignorando el encanto y la dulzura de la ingenuidad de un niño y la experiencia y la sabiduría de un anciano. Aquí nuestro país parece que no supera la prueba. Ciñámonos al mundo de los niños, los más indefensos de todos los ciudadanos y que conforman, sin embargo, el futuro de toda sociedad. En cuanto a las guarderías infantiles existe -según se dice- un vacío legal para su apertura y también para su funcionamiento. Si he comprendido bien (aunque me resisto a creerlo) puede abrirse una guardería lo mismo que se abre cualquier otro local de negocios. El análisis de este hecho pone de manifiesto lo lejos que está nuestra sociedad de conocer y comprender el mundo real del niño y las características que definen a la infancia. Es lamentable y verdaderamente grave tanto el desconocimiento real que existe en relación con la educación del niño, como su consecuencia lógica: la falta de consideración social de los educadores y del personal relacionado con el mundo del niño. Se cree que no han de poseer grandes conocimientos porque, al fin y al cabo se trata de atender a esos «adultos pequeñitos», frase que recuerda al gran pedagogo Jean Piaget que defendía siempre, cuando se intentaba comparar al niño con el adulto, que «el niño no es un adulto pequeñito». Ese podría ser el origen de tantos errores que cometen padres, educadores y personal que está al cuidado de los niños. El niño sigue siendo, en nuestra sociedad, el gran desconocido, porque él no puede aún expresarse mediante un razonamiento verbal, aunque sí de otras múltiples maneras, incomprensibles -según parece- para muchos de aquellos que viven en el mundo de los niños. Para educar, pues, a esos «adultos pequeñitos» no hace falta disponer de grandes especialistas, a juicio de los responsables de educación y de la sociedad en general. A este respecto me ha llamado la atención el comentario acertado de un psicopedagogo acerca de las exigencias que se demandan, por un lado, al que cuida de la salud de los niños, el pediatra (al que se le exige, con toda justicia y sensatez, los mismos estudios superiores que al médico de adultos), y las exigencias de un maestro o educador de niños. A este le bastan, al parecer, estudios medios, y así ha sido desde «in illo tempore» hasta nuestros días. ¿Qué diríamos de un proyecto que intentara que los conocimientos -y por tanto el sueldo- de un pediatra fueron menores que los de un médico de adultos? Sin comentarios ¿verdad? Es esta una observación que quizás sorprenda a muchos lectores -como me sorprendió a mí mismo- y que muestra, con total evidencia, la falta de una conciencia social de lo que es y lo que demanda el mundo del niño. Pero hoy se oyen ya felizmente muchas voces a favor de una seria y adecuada formación para todo aquel que está al cuidado de los niños, y que en el caso de maestros o profesores de infantil y primaria ha de ser una profunda formación psicopedagógica superior. Esto es lo que demanda el difícil y complejo mundo educativo infantil, como lo exige el difícil y complejo mundo de la salud del niño. No olvidemos que la primera etapa (hasta los siete años), y en especial la primera infancia (hasta los tres años) se caracteriza por un desarrollo mental extraordinario, a juicio de J. Piaget. Ahí se forma el cavácter y el equilibrio psicológico del ser humano. Escuchemos a los especialistas: «Lo que impresiona al niño en alma y espíritu viene a integrarse en su constitución física, su disposición orgánica y su predisposición sana o patológica para la vida posterior», dice R. Steiner. Esta misma idea defiende el premio nobel de medicina, Alexis Carrel. Y el psiquiatra de niños, John Bowlby, afirma: «La privación de sentimientos y la falta de cariño en los primeros años son tan perjudiciales -desde el punto de vispa psíquico y biológico- como el raquitismo». Por otra parte las terribles consecuencias de un abandono en la infancia parecen evidentes: «Psiquiatras y criminólogos tienen mucho que decir respecto a esas personas que, a causa del abandono sufrido en la más tierna infancia, se ven condenadas a una existencia esclavizada, en el más profundo sentido de la palabra, dominada por instintos más o menos inhumanos», defiende el pedagogo sueco F. Carlgren, quien afirma también: «Los niños y los jóvenes que peor se comportan son, la mayoría de la veces, los más dañados por el medio ambiente». Es indudable que el ambiente en que nos desarrollamos en los primeros años (qué vemos, qué oímos, qué y cómo vivimos y qué sentimos realmente) condiciona nuestro futuro de adultos, y si deseamos tener ciudadanos integralmente sanos, hay que comenzar por tener niños integralmente sanos. Todo ello demanda un personal muy especializado.