EN EL FILO
El juez y las niñas
LO QUE una sola persona es capaz de hacer por una institución resulta inimaginable. Sin ir más lejos, el «favor» que el magistrado de una de las salas de la Audiencia de Barcelona acaba de hacerle a la justicia es impagable. Pedro Martín, que así se llama el interfecto, ha recuperado aquella máxima de Voltaire quien entendía que «una justicia llevada demasiado lejos puede transformarse en injusticia». Y la ha puesto en práctica. Ha cometido una injusticia actuando en nombre de la justicia. Porque las cuatro niñas que, según los indicios, fueron vejadas sexualmente por su profesor de kárate, han sido agredidas, hasta el momento, en dos ocasiones. Por el profesor y por el magistrado. En distinta gravedad, es cierto. Pero tan disparatada la una como la otra. Porque si inaceptable resulta la actitud de quien dedica su vida a la formación, inconcebible lo es la del magistrado del tribunal empecinado en imponer su criterio contra toda lógica y sensatez. El susodicho Pedro Martín, que necesitado de notoriedad ya la buscó en sentencias anteriores liberando a un violador, no puede continuar vistiendo la toga, después de haber cometido la insania de colocar cara a cara a unas menores con su agresor sexual. Es cierto que siempre tendemos a situar a los más peligrosos en los lugares más sensibles. Pero no lo es menos que se puede rectificar a tiempo y que personajes como el que nos atañe no deberían de permanecer en instituciones que han sido creadas para hacer exactamente lo contrario de lo que hacen. Su paranoica decisión desencadenó un intenso movimiento de exigencia de reformas para que no se repitan estas situaciones. Pero no es necesario, porque todo resulta mucho más sencillo. Hay que alejar definitvamente de nuestras vidas a tipos como éste. Es lo más sensato dado que nos resulta imposible regular el sentido común del que carece su señoría.