TRIBUNA
El prisionero de Zenda
A UNO le puede ocurrir al leer un libro que se le refleja otra historia paralela. Eso le puede pasar a quien le interese analizar en detalle la obra del mismo título de Anthony Hope, ya que es una meditación alegórica sobre las luchas por el poder. Cuando la leí de niño no la entendí así; era simplemente una historia de aventuras. Luego con el tiempo, al recordarla me evocó, en cierta medida, la transición española de la dictadura a la democracia; pero hoy al recapacitar sobre ella se me antoja que se asemeja más a una imagen metafórica de lo que ocurre en la provincia de León en los últimos seis años. Ésta es mi interpretación libre y resumida de la citada novela, proyectada sobre la realidad en que vivo inmerso. Sírvase el lector de este artículo, a modo de pasatiempo, adivinar quién es quién: Ruritania, parece ser, fue un principado interior de transición geográfica, mal delimitado, sin mar, rodeado por los cuatro puntos cardinales por otros países con mayor personalidad e impronta para resolver los problemas de sus habitantes. A lo largo de su historia no consiguió, o no le permitieron sus vecinos, establecer su propia identidad. A cada poco pasaba a ser dominada por unos u otros para caer luego en un estado de inanición. Sea lo que fuere, hace muchos años, en uno de esos breves periodos de una cierta estabilidad, durante el cual pudo Ruritania lograr su autoafirmación como pueblo, ocurrió algo imprevisible para un lego, pero totalmente comprensible para los avezados en las luchas por el poder. El príncipe fue asesinado a manos de sus propios colaboradores, aunque los felones divulgaron la falaz noticia de que se había suicidado. No había sido un mal príncipe con su gente. Le gustaba seguir el quehacer del día a día, lo que le valió la fama de pejiguero, por inmiscuirse en todos los detalles; de no saber contenerse; y de perder los estribos cuando sus colaboradores inmediatos cometían una injusticia o no sabían contestar lógicamente a sus preguntas sobre los asuntos de su competencia. Ello le hacía parecer un hombre desagradable porque se encontraba siempre irritado. Su cadáver apareció en un vertedero. Los que intervinieron en su autopsia dijeron que su aspecto era de una gran dignidad, no la perdió nunca; mantenía en su semblante una sonrisa irónica y un aire de superioridad intelectual. Las causas del fallecimiento no se investigaron, o no se dieron a conocer, pero corrió el bulo de que el asesinato se cometió porque se negó a aceptar un soborno de unos buhoneros que querían vender al principado unos artilugios técnicos. No dejó heredero ni legado alguno para la aristocracia de Ruritania ni para su sucesor. Tras muchas confrontaciones, nunca resueltas, fue apuntado a ocupar la vacante producida por el magnicidio un joven e inteligente noble que había destacado por su sentido común, buen hacer y capacidad de gestión en di stintos puestos desempeñados en los países del entorno. Todos sus súbditos, aunque, la verdad sea dicha, no fueron todos, pusieron en él sus esperanzas para que Ruritania recuperara su mal parada personalidad y se convirtiera en un país próspero e independiente. Hete aquí que en un descuido de los partidarios del nuevo príncipe, permitió a los asesinos del anterior, que pretendían controlar la situación caótica en su beneficio y el de su grupo, arrebatar con subterfugios los puestos de gobierno de Ruritania que eran de vital importancia para llevar adelante la noble misión del nuevo príncipe. Eliminarle de cuajo, como ya había sucedido con su antecesor, acarrearía revueltas imprevisibles que pondrían en tela de juicio su propia existencia. Había que aparentar absoluta normalidad para que todo siguiera igual, pero controlando la situación: ahora una gabela, luego una prebenda; o, con otras palabras o formas, tu me das una cosa a mí, yo te doy otra cosa a ti (canción inocente italiana) y así sucesivamente. A tal fin, dos conspicuos y, a su vez, intrigantes barones y sospechosos de participar en el regicidio, dispuestos a sacrificarse en aras de sus mezquinos intereses, se asignaron el papel de cancerberos de la ortodoxia para controlar los proyectos que tenía previsto realizar el nuevo príncipe. Éste por sorpresa había mandado avisar a un cruzado normando amigo suyo para que le resolviera los problemas más acuciantes del principado. Tardó en llegar el buen señor de «tierra santa», y cuando llegó a palacio los opositores al príncipe ya habían tomado posiciones, por lo que se dedicaron a hacerle el vacío y no prestarle la menor ayuda. Se veía al noble caballero errante por atrios, pasad izos y cuarteles de palacio intentando entender el encantamiento en que vivía Ruritania. Llegó un día en el que el príncipe llamó a capítulo a todos sus mandamases; explicó sus planes, y pidió la colaboración de todos sus ayudantes con el intruso cruzado. Hubo desconfianza y miedo entre los cancerberos. Estos, dadas sus cortas luces, que no les permitían ver más allá de sus mezquinos apetitos, siguieron con su estrategia: aplazar los asuntos y lanzar invenciones, con el huero propósito de ganar tiempo. Pero sentían que los acontecimientos se les echaban encima. Un astuto Duguesclín en quien confiaban y que estaba muy directamente involucrado con todos los enredos que se cocían en Ruritania, hombre de baja extracción que se acercó al poder mediante intrigas e insidias, además de gustarle el mangoneo y la distribución de favores entre allegados, les sugirió que era mejor subirse al carro del reformador que enfrentarse a él. No podían seguir entorpeciendo las medidas que se pretendían hacer, porque los ánimos de la plebe se estaban caldeando y podría descontrolarse la situación, como en otras ocasiones. Con esta nueva estrategia los malvados barones se transformaron en paladines de las reformas, aunque no tenían la menor idea de lo que trataban, y así lograban, por un lado, no ser desplazados y, por otro, mantenerse en los intersticios del poder para que todo siguiera igual, que era lo que les interesaba. A tal nivel de cinismo y perversidad llegó el tal Duguesclín que utilizaba el nombre del príncipe en vano: él redactaba las órdenes que el ingenuo y confiado príncipe firmaba. Cuenta la historia que cuando se percató de la ignominia, el príncipe intentó defenderse para acabar con ella, pero era tal el enredo que habían creado a su alrededor que ni el especialista pudo romper las cadenas que sigilosamente le habían ido colocado y le dejaban atado y bien atado. El príncipe perdió el poder por transigencia como Elipando, metropolitano de Toledo en el siglo VIII, que aceptó una herejía (léase ilegalidades) por mantener unida la cristiandad de las zonas musulmana y cristiana. Confiar en los aduladores, sin escuchar las voces críticas, desvía la atención de los problemas y enmascara la intencionalidad de los actos; ello a la larga resulta una mala táctica política, que se paga. Ruritania desapareció para siempre; era su última oportunidad, y no la supo aprovechar por no cortar las cabezas de los malvados a su debido tiempo.